OCIO TRABAJADO

Fotocopiadores en la sombra

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La fotocopia, ingenuamente muchos estudiantes desconocen que puede ser, además, una trampa. Archivo El Litoral

 

Estanislao Giménez Corte

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I

Leer fotocopias es, a veces, un trabajo de compleja interpretación y hasta de creación. Un desafío que plantea toda copia, toda imitación o emulación, a quien usa esa copia como si del original se tratase. Un arte sofisticado que cualquier estudiante habrá desarrollado arduamente, a lo largo de sus jornadas de estudio. La fotocopia es, antes que nada, un recurso de todo estudiante que se precie como tal. Éstos, en su mayoría candorosos jóvenes atormentados por los índices de sus erogaciones, tratan de compensar el flujo de los “morlacos” sin depositarlos necesariamente en librerías, algunas con hermosas (y caras) ediciones, que hacen el placer a la vista y al tacto, pero que asimismo pueden sumir al estudiante en el derrotero de la indigencia. La fotocopia es entonces el desvío, la posibilidad, también a veces la comodidad (ya que se toman un par de capítulos por el libro); una solución. Pero lo que ingenuamente muchos estudiantes desconocen es que puede ser, además, una trampa.

II

La fotocopia exige un arte de intelección e interpretación, decíamos, dado que unas veces faltan unas páginas, otras se nos escapan las notas a pie, otras están invertidas las copias, otras se saltean las páginas pares o impares, otras faltan los datos editoriales y así... También sucede otro fenómeno, bastante curioso, que se monta sobre el anterior: los huecos y faltantes de las copias a veces de maneras laterales alimentan la imaginación del estudiante, que completa según su capricho una frase a medio ejecutar o la ausencia lisa y llana de conclusiones, citas, bibliografía y referencias; o, peor aún, el estudiante corta allí -donde la cortó el fotocopiador- la intención del autor, con resultados más bien desastrosos. La influencia de los fotocopiadores (cómo, a quién y por qué mutilaron) no es menor en las ciencias y las artes argentinas.

El estudiante ingenuo se apiada de los fotocopiadores, atormentados personajes a los que ve pasar eternas jornadas presos de las máquinas y de la sucesión infinita de sujetos que vienen a enloquecer su existencia; condenados muchachos y muchachas al ruido infame de la tecnología; gente abrumada por el ruido, por el ronroneo de las máquinas, por los tubos fluorescentes. Sospechamos que su respuesta ante tal desidia es pergeñar pequeñas venganzas secretas. Así como el año pasado aludimos al gremio de los escritores y lectores de solapas (ver “La guerra de las solapas”: www.ellitoral.com/index.php/diarios/2014/04/13/opinion/OPIN-06.html), podemos, si abrimos la mirada, presuponer que otros tantos intervinientes en el proceso rechazan a los libros y a los lectores por motivos similares. Sufren, posiblemente, un cierto síndrome del que experimenta algo en demasía: cargar libros ajenos y hacerles “perder” el aura una y otra vez, todos los días, quizás los impulse a ver a esos mismos libros y a esas mismas personas como la causa de su desdicha. Lo hacen, claro, de formas indirectas, calladas y reptiles, afectando en donde pueden las copias que, casi ilegibles, desordenadas, corridas, cortadas, alteradas, manchadas, llegan a las manos del lector y éste, al igual que un pelafustán arltiano, trata de leer entre esas trampas que salen al paso de su vista, intenta hacer foco en tipografías mínimas como corridas por el propio movimiento de la página y, sin márgenes ni blancos, pretende seguir a su autor elegido sin llegar a ningún sitio como no sea a una suerte de rompecabezas.

III

A estas alturas, claro, sospechamos la existencia no ya únicamente de esta conspiración de fotocopiadores, sino también de una cierta complicidad entre éstos y los escritores de solapas; ambos unidos por el sino común de alterar, contradecir, conspirar, molestar al lector. Junto a algunos autores, a los ruidos de electrodomésticos, a los ladrones de biromes, a los casuales amigos que no nos devuelven nuestros volúmenes, parecen formar parte de una organización que, con miles de imperceptibles actos continuos y persistentes, se esfuerzan en transformar a la lectura en una experiencia tortuosa. Obsérvese que los fotocopiadores no sólo adulteran su propio trabajo (la calidad de su copia) que el cliente sólo comprende una vez que es tarde, sino también, por decantación natural, su labor de copista en serie afecta notablemente la industria de libreros, editoriales y de los propios autores, que ven con dolor cómo delante de sus propias narices sus obras son manoseadas, cortadas, alteradas, interrumpidas, borroneadas. El autor entiende que el estudiante no pueda comprar el volumen y piensa en el pobre muchacho de la fotocopiadora, sin querer entender que éste está dado a una sutil operación de interrupciones y yerros, para que trazos a descifrar, un poco ilegibles, de mínimo cuerpo, lleguen al distraído lector o estudiante, que ve cómo su lectura se transforma en una tarea hercúlea. No sospecha, además, que su lectura puede... Perdón, puede cortarse en cualquier momento.