OCIO TRABAJADO

Redes sociales: la carnicería del autor

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Estanislao Giménez Corte

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“Pero como ninguna condición tiene reposo, debió defenderse a dentelladas de los pájaros de presa que querían comerle los ojos y la carne de la cara”.

Santiago Davobe, “Ser polvo”, 1940.

I

De pronto Juan Gelman parece un adolescente cursi y José Saramago, el autodenominado “comunista hormonal”, un católico fervoroso. De repente García Márquez habla como un campechano y Vargas Llosa, como un habitante de la “Amazonía”. De inmediato cualquiera y al azar (un Hunter Thompson, por caso) es reducido a frases recalentadas como de una supuesta autoayuda y Sábato firma algo que dijo, probablemente, su personaje (el asesino) Juan Pablo Castel. A veces foto, texto y frase no coinciden; a veces año, referencia y cita se enciman como en un collage sin lógica; a veces, simplemente, sospechamos, y después comprobamos (y después desesperamos): la frase atribuida a tal es un severo error que alguien, perdido en el cómodo anonimato de las redes sociales, comete a gusto, como quien tira sal en la herida o como quien trabaja sobre ofrecidas entrañas, sin enterarse (cándido en su inconsciencia) que insulta violentamente al propio autor, a sus lectores, a una historia. Se observa, así, de facto, un fusilamiento virtual, un encarnizamiento sumarísimo que viaja en forma de banners elaborados con impunidad; que luego cientos copian, que luego miles replican, que luego millones leen. Todos ellos navegantes (cuando no simples náufragos) de un craso error, de una falla de origen que se nos tira al rostro como cachetada inesperada.

II

Más de una vez nos hemos detenido en algunos aspectos curiosos sobre el uso de las redes sociales. Hemos tratado de enfatizarlos desde una perspectiva que alegremente podemos llamar de “dinosaurio analógico”, es decir, la de alguien que observa ese mundo, que usa ese instrumento y explota esa técnica, pero desde el lugar del reciénvenido, del neófito alejado de sus tramas fascinantes e incomprensibles, cuya distancia y desconocimiento -sin embargo- pueden permitir una mirada muy propia, no la del replicante ni la del fanático. Hemos trabajado sobre la violencia en las redes (“Una catarsis sin cuerpo”), sobre su uso compulsivo (“La sonrisa del guasón”), sobre el corrimiento de la noción de lo noticiable (“Nota sobre la desaparición del acontecimiento”). Hoy nos detenemos en otros micro-fenómenos: la atribución de frases erróneas en la web, el triunfo del aforismo y la retórica de autoayuda.

III

La red permite y hasta cierto punto auspicia estas liviandades. Se muere alguien afamado y el requiem virtual estalla como condición de pertenencia. Ahora, esa desesperación por decir “yo también” ¿qué es? ¿una regresión infantil, como cuando todos nuestros compañeros decían y/o sabían algo y nosotros no, pero inventábamos, copiábamos, simulábamos, sólo para no quedarnos afuera? Publicar y editar sin más que el capricho tiene muchas cosas interesantes, pero permite también esta tendencia a montarse al flujo de la red como sea, a como dé lugar, sólo para decir algo sobre el tema del día: el recuerdo de personalidades de la cultura -Spinetta, Galeano, por nombrar casos recientes- hecho de formas insultantes. Frases erróneas, poemas imposibles, citas muy sospechosas se suceden de arriba a abajo. Pero hay algo peor, todavía: un fenómeno poco percibido. La persona que reproduce una frase, supongamos, de una novela de García Márquez y firma esa frase con el nombre del autor. Debería referirse, claro, al personaje en cuestión (personaje que tiene unas ciertas características que ostensiblemente no son las del autor), que dice esa frase en determinadas circunstancias específicas de una obra de ficción. Puede ser, incluso, un personaje odiado por el autor. Todo el tiempo asistimos a este tipo de desmadres.

IV

Y entonces volvemos al inicio: ¿qué necesidad lleva a mucha gente a fingir o a pretender interés en un artista o en algún episodio? ¿qué lleva a una persona a compartir con sus contactos algo que le es ajeno, que no le interesa, que nunca se tomó el trabajo o el placer de disfrutar? ¿por qué se hace eso? Podemos pensar que todo sería mejor si cada persona compartiera sus gustos, sin tener que sentirse obligada a festejar un canon, ni a simular un gusto que no tiene, ni a pretender conocer algo que desconoce, ni a actuar una tristeza que no se tiene, ni a actuar una felicidad que no es tal, ni a manifestar cosas que en el trato cotidiano le son ajenas, lejanas, desconocidas, ásperas. Es un cierto fenómeno de desdoblamiento, de simulación y de impostura, que tanto y tan bien ha trabajado la literatura. Podemos verlo así: una persona vive la vida cotidiana como cualquiera, pero un otro se apropia de ella cuando navega y, por una extraña operación de la voluntad, éste finge conocimientos, preocupaciones, gustos o lamentos que no tienen ningún lugar en su vida “real”. Copia, pega y comparte el menú del día como quien pasa la sal en la mesa. Y sigue en el discurrir, apoltronado. Ese otro vive como succionando de muros ajenos la savia de la jornada y sale a mostrarse, ya consternado, ya comprometido, ya preocupado. A menudo, además, para el escándalo del espíritu sensible, aparece la retórica de autoayuda, forma discursiva de moda que impone un cierto optimismo, pero dicho con el tono ausente con que un locutor lee las normas jurídicas de una campaña. El otro yo que se nos sale en las redes no sólo dice cualquier cosa, sino que lo dice alegre, sonriente, pletórico. Cálido e irresponsable en el mullido lugar de las cosas virtuales. Nada de lo humano le es ajeno (economía, política, literatura, deportes, mecánica cuántica). Pero nada le es propio. Pasa y postea de todo y de todos como el que pasa un plato en una kermese, y con el mismo tacto cita a geniales artistas que se hubieran cortado los miembros antes de redactar las pavadas que se les atribuyen.