En Budapest

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Una mirada desde la Citadelle, primer castillo de los Habsburgo situado en Pest. Las cúpulas y torres pertenecen a la Basílica de San Esteban. El panorama corresponde a Buda. En el centro se ve el Danubio y el Chain Bridge.

La capital húngara se abre a los pies del autor de este relato, en el primer capítulo de un viaje itinerante. Lugares, edificios y habitantes traen al presente la rica historia de esta ciudad atravesada por el caudaloso río Danubio.

 

TEXTOS Y FOTOS. DOMINGO SAHDA.

Acodado en la baranda, tenía a mis espaldas el Chain Bridge (puente con cadenas), prodigiosa construcción que enlaza los dos sectores de la mítica capital Húngara, conocidos desde el origen de sí misma, a saber, Buda y Pest. Los dos están unidos por sus puentes en una sola ciudad, juntos y separados a la vez por el caudaloso río Danubio, permitían avizorar perfiles arquitectónicos que mezclaban los “bordes de Oriente y Occidente en una unidad”. El mítico río no es tan azul como lo dice el vals, pero si refleja a modo de espejo la luminosidad del cielo de primavera que cubre el tráfago humano. Los enormes leones pétreos “custodian” el ingreso en cada puente. Las torres de la imponente basílica del patrono de la ciudad: San Esteban, se recortan contra el cielo espejado. En ese maravilloso templo barroco se resguardan como tesoro de la fe cristiana las manos petrificadas del santo, motivo de peregrinación y conmovida actitud de fe. Los fieles las custodian protegiéndolas por décadas del materialismo soviético, dueño y patrón por muchos años de la ciudad y de la región, pero no de la fe y las creencias renacidas una y otra vez.

Las construcciones neogóticas del Parlamento memoraban ayeres míticos contrastando con las réplicas de los castillos de Transilvania, región próxima y legendario habitáculo del Conde Drácula. A modo de encajes de piedra, se recortan las torres y los inclinados techos de brillante pizarra. Imaginé, sonriendo para mi mismo, a los fantasmas dormidos que la literatura había proyectado en el imaginario popular valiéndose de relatos y leyendas, mitad verdad, mitad mentira. En Pest pude recorrer los jardines del primitivo castillo de los Habsburgo: la Citadelle, espacio propio de esta familia de aristócratas centroeuropeos envueltos en tantas tragedias y violencias.

TESTIGOS DE LA HISTORIA

Caminando por las calles céntricas de esta hermosa ciudad, mi mirada se detuvo en edificios de varias plantas calcinados por el fuego, mudos testimonios de la Rebelión Húngara de 1956 en contra del dominio soviético. Se mantenían como testigos oculares de la resistencia al invasor, como evidencia del derecho a la libertad. Más allá de la Casa del Holocausto, edificio que atestiguaba con imágenes, ropas y enseres la miseria moral del nazismo que ocupó y anexó Hungría. Dramática historia de países florecientes que definen el espacio geográfico europeo. Puertas de ingreso y bordes del abismo. En una plazoleta florecida por la primavera, sobre un puente montado como soporte, una escultura en bronce de tamaño natural mostraba a un hombre vestido a la usanza de los años ‘30 del siglo pasado. Flores frescas en sus manos tiesas. Al pasar, una señora me hizo saber, ante mi pregunta, que era un homenaje a un martir de la libertad húngara. Otro testimonio.

El Día Nacional se abría a los festejos en la Plaza de los Héroes. Gente presurosa, “endomingada” con rumbo al lugar de la celebración oficial. Asistí a la Jura de los Cadetes, los pude ver tiesos, enfilados, embargados de la emoción. Al culminar la ceremonia, de la que traté no perder detalle, sobre un palco ad Hoc, un coro masculino comenzó a cantar el Himno Nacional. La multitud los acompañaba con fervor. Mujeres, ancianos, hombres, con ojos brillantes, fijos en el tiempo y el espacio de un horizonte moral de pertenencia. Se sentían, a ojos vistas, participes de su historia.

Caminando por las avenidas de enormes castaños de hojas relucientes me acerqué a la rotonda Kodaly. De allí recorrí a lo largo la avenida Andrassy. De pronto, un árbol-escultura en bronce montado en el centro de una fuente. En él, un personaje mítico.

Seguí con mi andar despacioso mirando aquí y allá. Me detuve a comprar un molinete-flor que indicaba la dirección del viento. Aparecían por primera vez y, para mi, eran una sorpresa. Todavía está en mi jardín y acompaña mis recuerdos.

Entre héroes y mendigos la vida pasa, rumié para mi mismo cuando me topé con un viejo violinista callejero haciendo música a la gorra. De esas curdas trajinadas gemía un viejo vals. No podía ser de otra manera. Acomodado en su banquito a los pies del Monumento a los Héroes, era un sobreviviente de su historia. Me conmovió.

Por la noche armé mi valija, ordené y clasifiqué las fotografías tomadas y reveladas en el lugar. Quedaba en mi memoria el gesto cordial del “puedo ayudarlo” recibido una y otra vez. Por la mañana un avión me llevaría a Moscú. Pero esa es otra historia.

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Escultura en bronce sobre un puente montado en una fuente.

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Vista lateral del Parlamento.