“Espíritu traidor”

Noche de redención

Noche de redención

La estrella de rock Redo Arias (Gustavo Angelini) en un momento confesional con la joven Aldana (Magalí Airala), con la canción “Cosas pendientes”.

Foto: Pablo Aguirre

 

Ignacio Andrés Amarillo

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Antes que nada, nobleza obliga decir que es un privilegio asistir a un estreno de un producto original en el terreno del teatro musical, y eso debe poner contentos a los gestores culturales del Municipio, luego de haber apostado en años anteriores a dignas versiones de clásicos de géneros del pasado (aunque también es cierto que los onerosos derechos de los musicales contemporáneos son un gran estímulo a la creación de nuevo material).

El pacto fundacional del acuerdo con Rubén Viani, el elegido para conducir la apuesta (de la que salió como uno de los ganadores, sin duda), incluía la relectura de algún clásico. Ahí salió “Sueño de una noche de verano”, de William Shakespeare, materia prima para que Joaquín Bonet pasara de la comedia a la tragedia fantástica, deconstruyendo el original hasta sus estructuras y sus roles actanciales (eso me lo dicta el fantasma de un formalista ruso, estimado lector).

Tenemos así una noche de encuentro entre los mortales y los seres ultraterrenos (el Midsummer del original se vinculaba con el Midsommar nórdico, la noche de San Juan que enloquecía a la señorita Julia, donde todo puede pasar). El bosque se convirtió en “la isla” (esa forma indefinida que tenemos los santafesinos de llamar al delta del Paraná). Hay tres parejas, un “rey” y una “reina” de los espíritus, el grupo de personajes bufos, con número final incluido, y (un agregado con sabor shakespeariano) un par de comadres para comentar el relato.

Reencuentros

El inicio del cuento nos muestra a Redo Arias, un santafesino que salió bastante a las escapadas de nuestra ciudad (ya se nos contará por qué) para triunfar como estrella de rock, cosa que consiguió. Dos décadas después, es un ganador que vuelve para ser profeta en su tierra, pero esquiva las fiestas y los reconocimientos para fugarse a un ranchito islero en una lancha aportada por Aldana, amiga de la groupie Rocío, que marchan hacia allá con el cantante y su representante Johnny.

Paralelamente vemos a Leo, un muchacho que se desespera al ver a su prometida “arrancar” con otro en el recital, se tira al agua y es rescatado por Florencia, una ex profesora a la que llamó en su desesperación (a la sazón, también madre de Aldana), que lo llevará... a la misma casilla.

Paralelamente, unos viejos amigos de Redo (algo pelotazos por cierto) lo siguen para hacerle cumplir una promesa, vinculada a cierta composición realizada en una noche de borrachera.

Lo que ninguno sabe es que esa zona ribereña está plagada de espíritus: un verdadero depósito de almas irredentas, que gustan de jugar con los mortales pero en el fondo están esperando que el contacto con ellos los libere de su penar por la Tierra. Los lideran Martín (el único que evita hablar de sus cuentas pendientes) y Tiziana, su enamorada de ultratumba.

El destino los ha juntado ahí por algo: entre bien dosificados momentos de humor se desplegará la tragedia, que no tiene solución pero sí oportunidades de redención (para los vivos y los muertos).

Voces del más allá

Si bien se promocionó a “Espíritu traidor” como una “ópera rock”, podemos pensar que es más bien un musical contemporáneo y por momentos rockero, al estilo de “Casi normales” (que fue una de las referencias, al menos durante el proceso de audiciones). De todos modos, Francisco Martínez Castro (algo desconsiderado en el cartel: en las capitales del género el nombre del compositor va grande y muchas veces arriba de todo) sabe casar las tradiciones de Broadway y el West End, en un musical bastante hablado pero con buenos momentos de lirismo y acción coral (y un score que acompaña varios pasajes de diálogo).

También recurre a la estructura de dos temas centrales y uno que tercie (¿se le ocurrió a Andrew Lloyd Webber o es anterior?): así, el motivo del “Espíritu traidor” de Redo y el de “Cosas pendientes” reaparecen durante la historia, mientras que los espíritus hacen lo suyo con “Sueño de una noche de verano”. De todos modos hay un cuarto tema, “Encandilados”, que hila las vivencias de los amigotes y reaparece en diferentes versiones.

El compositor logra el pasaje entre las instancias de fuerza rockera a las baladas, pasando por el tono burlesco en “Espíritus anclados” (los simpáticos aparecidos vendrían a ser una “corte de los milagros”, ¿no?). Desde la partitura, aprovecha la chance de los planos vocales para la interacción de los de este lado y los del “otro” (sí, en “Casi normales” se usó un poco esto, pero con otras implicancias). Y, puesto también en la batuta para dirigir su propios arreglos, logra todo eso jugando entre la sección rockera (Hugo García en batería, Alexander Russell White en bajo y Nicolás Yozía en guitarra), la camarística (Julia Avvedutto en cello y Luisina Gioria en flauta) y una “intermedia” (Fernanda Lagger y Pablo Aristein en saxo y Luciano Stilozzi en piano).

Destacaremos aquí también al coro, que por su presencia escénica y experiencia podría estar arriba: la combinación de la “gringa” Elisabet Schmidhalter con la “Negra” Lorena Niere y la “fundacional” de Operetas Luciana Braunstein, con las voces masculinas (y sanjustinas) de Agustín Ferrero y Mauricio Oromez, logra moverse entre el acompañamiento y la interacción con las voces centrales.

Fantasmagoría en movimiento

La escenografía diseñada por Magalí Acha está a tono con cosas que hace tiempo gustan en este tipo de puestas, aprovechando el espacio con sus andamiajes a varios niveles, sus escaleras y sus estructuras móviles (cuando en “Drácula” se resolvió todo en uno, alguien habrá cantado bingo). La construcción principal, al fondo, apoya las escenas cruzadas al principio y más tarde refuerza la diferencia de planos astrales entre vivos y muertos.

El resto son los elementos que el ensamble puede manipular, ya sea como segmentación o como parte de la narrativa visual (los troncos/columnas) y la buena resolución de “movilidades” (la lancha, la copa sobre la mesa).

Y ya que hablamos de movimiento, hay que reconocer el trabajo de Barby Ostrovsky en las coreografías, que van desde los momentos de puro goce dancístico a la interacción con la escenotecnia, apoyadas en un buen ensamble, con timoneles internos como las Hamjazz Cecilia Romero Kucharuk, Mariel Barcos y Julieta Taborda.

La materia de los sueños

A la hora de ponderar la interpretación, debemos considerar que Gustavo Angelini, “el Tavolino”, estaba destinado a ser el Redo por antonomasia: desde sus inflexiones vocales a la “parada” de rockstar, nadie se atrevería a disputarle el puesto. Pero se anima también a una actuación convincente (siempre fue un histrión natural) y a buscar registros interpretativos nuevos, como cuando canta “Cosas pendientes” con Aldana.

Luciana Tourné ya se había animado al teatro musical, pero acá encuentra un tono justo entre actuación y sus ya conocidas dotes vocales (como ya dijimos, todos tienen que afrontar varios momentos “de texto”), mostrando matices, como en “Camino de silencios”, también con la muchacha.

Una de la grandes sorpresas la da Rubén Von der Thüsen: hablar de sus dotes actorales llevaría otro texto, pero acá además de pilotear uno de los roles más trágicos se anima a cantar a la par de los expertos, como en el intenso trío de “El pasado presente”, con la pareja protagónica.

La otra sorpresa es la brisa fresca que aporta Magalí Airala como Aldana: su rol en la historia la pone en el centro de todas las relaciones, por lo que además de una actuación fluida debe “acomodarse” a cada compañero.

Daniela Romano nació para el musical, y desde que vistió el mando del hada Prímula los roles de “facilitadora” (volvió el formalista ruso) le sientan de maravilla: a su Tiziana le alcanzan algunas pinceladas para mostrar a una de las mejores artistas del género en la ciudad.

Lucas Ranzani (Oreja) lidera la patota cómica completada con Camilo Céspedes (Morsa), Demián Sánchez (Ladri), Juan Candioti (Espinillo) y Federico Celario Ocampo (Vetusto), de excelente química grupal y varios espacios de lucimiento individual.

Guillermo Ibáñez demuestra el acierto en su elección: buen ladero para el personaje central, en “Llegar a verte” puede mostrar profundidad y una interpretación vocal de fuste. Por otro lado, Martina Ponce Couré entrega una Rocío pizpireta, casquivana y atolondrada: “huele como espíritu adolescente”, diría un viejo rockero. Julián Reynoso le pone corrección a Leo y su “transfiguración”, mientras que Marisa Oroño y Mirta Rossi tienen su pequeña consagración como Marta y Edna, las comadres muertas que se convierten en el otro puntal cómico de la narración.