Sofismas

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“Quelli che restano”, de Umberto Boccioni.

 

Por Carlos Catania

Le digo al Niño que no se trata simplemente de esas opiniones transitorias acerca del clima o de un partido de fútbol. Es algo muy grave, sobre todo si se calibran los efectos. El vicio dominante suele provenir de cierto narcisismo bobo y de la indolencia y el miedo, contradicción que convierte la conciencia en cenizas, de tal modo que al examinar los aspectos oscuros, sórdidos y salvajes de nosotros, los llamados seres humanos, tropezamos con lo anterior, delito que no figura en el Código Penal

El Niño parpadea y sin ánimo de agredirme, dice: “Lo entiendo, pero no olvides que tu opinión puede meterte en la misma trampa”. Respondo que no lo olvido, pues soy lo suficientemente endeble para caer en lo mismo que examino. Sin embargo, me niego a pactar con este mundo tal como es. Tampoco a negociar. Sólo me es dado resistir. El Niño pasa por alto esta aparente paradoja y espera que yo continúe. Recurro a un ejemplo.

Hace años puse en escena la pieza de Jean Paul Sartre A puerta cerrada. Un tío mío me preguntó entonces si yo “era existencialista”, en un tono casi policial. Hubiera sido inútil explicarle que, sin negar los valores de la filosofía esencialista, el existencialismo me permitía indagar sin apartarme de lo concreto, el sentido (o el absurdo) y la ética que deberían señalizar nuestro breve camino terrenal. Así que nada dije. Con seguridad reforzó enseguida su idea de que yo era un ateo, un comunista, un amoral, términos que en su supina ignorancia atribuía al Mal.

Mi tío había permanecido enclaustrado durante años. No conocía el teatro ni las corrientes de pensamiento que atravesaban su época. Vivía apegado a una costumbre casera, donde lo cotidiano se torna día a día una prisión confortable o resignadamente odiada. Si le hubiera lanzado aquello de que la existencia precede a la esencia, y él, cosa que dudo, lo hubiera entendido, ¿quién puede saber lo que habría pasado? Pensé en lo patético y doloroso que debe ser comprobar, en el ocaso, que tu vida ha sido una equivocación.

Como soy contradictorio e inseguro, siempre me ha causado una mezcla de risa y repugnancia, la gente que “interpreta” el mundo según sus deseos, cultivando prejuicios y flotando en aguas estancadas. Desde luego, les asiste todo el derecho a ser como quieren ser. Pero ese derecho automáticamente desaparece cuando masivamente y merced a una influencia tóxica, colabora a que el mundo se haga cada vez más artificial, errado y falso. El convencionalismo y la astuta obsecuencia ocupan entonces el espacio de la modesta sencillez, que no debe confundirse con las actitudes típicas del moderno simplificado quien, desde luego, ignora que taparse los oídos y cacarear de brazos cruzados es estrategia de la imbecilidad. ¿Estrategia? No. Un estado de alienación.

Por lo general, las mentiras, las falsedades, son las que mejor resisten el paso del tiempo. Suelen mantenerse firmes durante siglos. Su resistencia le es procurada por una suerte de irracionalidad generalizada, a mi juicio incentivada por los profundos temores adquiridos por una conciencia en pañales. Recordemos que los indiferentes, aquellos señores y señoras del “qué me importa, dejame tranquilo”, al estilo del que te dije, no pierden la vida al morirse, pues no han vivido. En realidad, no pierden nada. Nadie puede perder lo que no posee. Cuando advierto que el Niño levanta las cejas, le digo que esto es algo más que un jueguito de palabras. Como permanece en silencio, continúo.

Se hace necesario también examinar los proyectiles disparados desde el exterior, porque cuando nos perforan la mente somos sus relamidos esclavos. Ésta es la época del individuo amaestrado por los “valores” hedonistas de una civilización comunicativa hasta lo indecible. El batifondo que produce se renueva día a día en una melopea redundante. Todo debe comunicarse: muertes, asesinatos, violaciones, dolores íntimos, catástrofes, suicidios, velatorios, traiciones, divorcios, chismes..., lo cual permite atesorar la inocencia del receptor, cuyo aislamiento lo incita a regodearse con la idea de que es él quién dispone la verdad.

Nuestra sociedad no conoce prelación, codificaciones definitivas, centro, sólo estimulaciones y opciones equivalentes en cadena. De ello, proviene la indiferencia posmoderna, indiferencia por exceso, no por defecto, por hipersolicitación, o por privación. ¿Qué es lo que todavía puede sorprender o escandalizar? La apatía responde a la plétora de informaciones, a su velocidad de rotación: tan pronto ha sido registrado, el acontecimiento se olvida, expulsado por otros aún más espectaculares. Adhiero a este pensamiento de Lipovetsky, pero sin considerarlo el único detonante que deforma el entendimiento y encadena el sentido crítico.

La Historia demuestra que el problema se mantiene desde tiempos inmemoriales. Cambian las formas y los instrumentos, y quizás la intensidad, que en el presente alcanza una cima que parecía inaccesible. Hoy día, menos que penetrar la vida, prolifera una tendencia a gastarla en una pulsión vertiginosa de “experiencias”, un zapping histérico, atolondrado, en los dominios del vacío. Me pregunto si no se ha producido una suerte de hastío universal, un cansancio existencial de la especie que ya no sabe en qué puerto embarcarse para enfilar hacia ninguna parte.

Aspirar a la dignidad del hombre en la Tierra quedó dentro de lo conceptual revestido con las flores artificiales de lo moral. La angustia y la nostalgia han quedado atrás. Sólo avizoro un mundo paralelo pero disperso, donde seres humanos intentan ponerse de acuerdo consigo mismos sin considerarse dotados para distribuir ilusiones. El Niño, apoyado en la mesa, se ha quedado dormido.

(Fragmentos de “Testamento del Niño”)