En San Petersburgo

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Vista del Museo del Hermitage.

En esta tercera y última entrega, el autor relata el final de su viaje itinerante en esta antigua ciudad imperial, construida y reconstruida, desafiante ante las contingencias de la historia.

TEXTO Y FOTOS. DOMINGO SAHDA.

 

Tal como lo indicaba el boleto y las pizarras de información, el tren con el que me trasladaría desde Moscú a San Petersburgo comenzó a moverse hacia su destino. Previo a ello, en el andén y próximo al ingreso al vagón que se me indicaba, dos cordialísimos guardas de tren, impecables en el uniforme y el gesto, me acompañaron y me indicaron mi lugar. Se trataba de un más que impecable vagón en el que viajaban, cada cual en su asiento, decenas de viajeros cuidando cada quien de no molestar a terceros. Años luz de mis recuerdos en trenes nacionales antes de que, deteriorados por pésimas administraciones y saqueos, un fulano, especie de virrey del subdesarrollo, los rifara.

Dejada atrás la estación “Leningradisky-Moscú”, quedaba en mi memoria un gran medallón de cemento en relieve puesto en el ingreso, descascarado y con profundas grietas sucias en su relieve. A nadie parecía importarle, a juzgar por su estado. Un rato antes, haciendo tiempo en una cafetería de la estación, me sacudió oír nuestro castellano. Una pareja de mexicanos, viajeros por el mundo, gratificó mis oídos con los sonidos de la lengua propia. Una vez más, sentí que el idioma, cuestión que siempre extraño en mis andares, me acariciaba. Conversé largo rato con ellos, también iban a San Petersburgo, en viaje de placer. Los volví a encontrar luego, alojado en el mismo hotel.

Fueron cinco horas de rítmico andar, atravesando la estepa rusa, desde el sur hacia el norte, sin ningún sobresalto. El tren atracó en su andén en el horario preestablecido. Un taxi, a las 22.30, me trasladó al hotel. Discutí con el chofer por el precio del viaje. Renacía una y otra vez el espíritu del regateo, sin duda herencia cultural de mis orígenes. Al presentarme en el lobby del hotel, mi nombre no aparecía en la pantalla de las reservas previas hechas desde Argentina. El horario no permitía comunicación. Un apellido más o menos español aparecía una y otra vez ante la insistencia del recepcionista, quien me dijo displicentemente: “Tome esa habitación, mañana, cuando los horarios de consulta intercontinental lo permitan, verificaremos”. Quedé una semana sin problemas.

IMPONENCIA ARQUITECTÓNICA

Por la mañana temprano, luego de un suculento desayuno, me largué a descubrir la antigua ciudad imperial, primera capital rusa, casi aniquilada por las tropas nazis. El invierno, siempre aliado de la región, como en los tiempos de la invasión napoleónica, había colaborado en su preservación cual tenaz aliado del heroico pueblo ruso. El cielo de verano boreal resplandecía con su luz. El ancho río Neva, con su planicie celeste que lentamente se movía, aparecía como horizonte, cortado a veces por enormes puentes de arcadas, que permitían el paso de naves hacia el Ártico. Ví la Torre Aguja de la catedral de San Pedro y San Pablo, 122 metros que apuntaban al cielo. Había sido pintada totalmente de gris durante la guerra para preservarla de los bombardeos y definía la ribera opuesta del río.

El Museo del Hermitage, ayer “Palacio de Invierno” se imponía a mis ojos. Me deslumbró su imponencia arquitectónica. Vi allí colecciones de arte y artesanías medievales y modernas apabullantes. La pintura expuesta en sus colecciones arrancaba desde el arte bizantino del siglo XIII hasta el preimpresionismo. Desde 1920 en adelante, el régimen político solo admitió imágenes del realismo socialista, con sus logros y sus didácticos fracasos plásticos. En la plaza, frente al Hermitage, se levantaba la Columna de Alejandro; en su cúspide un ángel portaba la Cruz de la Victoria, que se desdibuja en su altura.

Asistí a un oficio religioso. En la puerta del templo, un sacerdote controlaba la vestimenta de los turistas. Un perchero con capas y mantas funcionaba de oportuno cobertor exigido por los religiosos. Nada de mujeres con ajustados shorts, ni abiertas blusas o remeras. El templo de estilo ruso-bizantino correspondía a Nuestra Señora de Vladymirsky.

TESTIMONIO DE LA AVENTURA HUMANA

Luego recorrí una y otra vez la amplia y despejada avenida Nevsky. Frente al Almirantazgo, asistí como atento observador a la jura de los Cadetes Marinos. Unas curiosas fuentes en el lecho del río lanzaban cada tanto chorros de agua al cielo. Nunca había visto nada semejante.

En la calle, los negocios del arte ofrecían sus mercancías. Un pintor, con su caballete plantado, estaba absorto en su trabajo. La plazoleta Jardín Catalina de Rusia me invitaba a un descanso en sus bancos de grueso hierro, emplazados aquí y allá.

El puente de Anichkoff está montado sobre cuatro pilastras; por sobre cada una de ellas había un caballo de bronce fundido, en tamaño natural y encabritado, retenido por su corcel. Los lugareños los desmontaron y enterraron ante el temor de que los nazis se los apropiaran y fundieran para hacer armas, tal cual ya había sucedido una y otra vez. Luego de la victoria, reaparecieron como símbolos.

Tomé una excursión de un día para conocer el Palacio de Verano del Zar Pedro el Grande. Maravillado, recorrí salones, jardines y escalinatas. Supe del talento artístico sumado al científico, al saber que las aguas que abastecían a la enorme propiedad y a todos sus habitantes, de ayer y de hoy, provenían de tomas del Mar Báltico aprovechando el flujo y el reflujo de las mareas. El agua se purificaba y atendía las necesidades de los ocupantes desde el siglo XVIII hasta hoy sin problemas. Se trataba de toda una joya arquitectónica que reflejaba la influencia del palacio y los jardines de Versalles.

San Petersburgo es una mítica ciudad construida y reconstruida, testimonio de la aventura humana que desafía las contingencias. Anduve a mis anchas por sus calles y sus parques, acompañado por mi fiel cámara.

Camino al aeropuerto pude avistar, a la vera de la ruta, una enorme estatua del Gran De Gaulle en reconocimiento a la alianza estratégica en tiempos difíciles. Comenzaba mi regreso, vía Frankfurt. El control aduanero, la requisa, precisa e implacable. Quedaba en mi memoria la experiencia vivida.

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Uno de los canales que acaban en el Río Neva.

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“Peterhof”. Residencia de Verano de Pedro El Grande, sobre el golfo de Finlandia.

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Catedral de Nuestra Señora de Vladymisky.