OCIO TRABAJADO

Casa tomada (una pesadilla)

16-17_TOMADA.jpg

“.... Una vez quise buscar unos libros y mi biblioteca estaba atestada de miniaturas, de muñequitos, de juguetes que ganaban espacio a expensas de mis amados volúmenes....”.

foto: ARCHIVO.

 

Estanislao Giménez Corte

[email protected]

http://blogs.ellitoral.com/ocio_ trabajado

I.

“Nos gustaba la casa...”. La casa fue comprada y reformada, rehecha, por una serie de alineamientos causales, pases mágicos del destino; suerte, providencia. El llamado de un amigo. Una noche. Una decisión rápida. Unos recursos a la mano. La pensamos, la imaginamos, en toda su factura y lentamente, a fuerza de golpes de martillo sobre el concreto, con contenida expectativa. La concebimos para recibir: tiene espacios amplios, abundante luz solar. Allí, donde se pudo, derribamos paredes y abrimos los ambientes, hasta ese momento minúsculos reductos. Trazamos una galería. Agregamos verde. Quisimos una casa abierta, dado nuestro gusto compartido de invitar y de disfrutar de la cocina, de la conversación, de la bebida: el perpetuo espectáculo de ver pasar las horas entre el humo de la anécdota. La forjamos para tener también, claro, a nuestros chicos. Nunca sospechamos lo que vendría.

II.

La casa nos gustaba. No guarda, como en el cuento de Julio, ningún recuerdo de antepasado alguno. Poco a poco la fuimos colmando de muebles, de libros, de fotografías, de mascotas, de cuadros, de discos. Luego fue invadida por el grito primigenio y por los cuerpitos de arrastrarse, de dormir, de succionar. Todo pasa muy rápido, mucho más para la memoria con que evoco este drama, ahora que estoy afuera y percibo desde la esquina, tristemente, movimientos y sonidos apagados que se me antojan prehistóricos. No sé cómo sucedió, pero sé cómo empezó: una vez llegué a mi cama y no había lugar; quise usar el baño y tampoco; el televisor y el control estaban en otras manos; no encontré lugar para sentarme; no había, tampoco, alimento para mí. Una vez quise buscar unos libros y mi biblioteca estaba atestada de miniaturas, de muñequitos, de juguetes que ganaban espacio a expensas de mis amados volúmenes, perdidos entre las formas y colores de la horrorosa industria del plástico, que comenzaba a doblegar en la batalla de los materiales a la madera y al papel. Una vez busqué mi ropa y no estaba donde siempre. Mi escritorio había sido ocupado. Mis lugares, reasignados. Con la economía derruida, el tiempo escaso y la palabra desautorizada (o peor aún, ignorada), mi existencia fue digitada por fuerzas exógenas. Me sentí, entre mis paredes, entre la carne de mi carne, un extraño. Todo mi ser fue mudado, de forma casi imperceptible al comienzo, del centro a los suburbios. Mi presencia se hizo ocasional, esporádica; casi innecesaria, fantasmal. Una vez llegué muy tarde. Nadie notó mi presencia. Nadie notó, tampoco, mi regreso. Nadie consideró, tampoco, que ello hubiera supuesto regreso alguno. La culpé a ella. Luego entendí que fueron ellos quienes urdieron mi lenta aniquilación. Sólo fui la primera etapa; la segunda la incluía. Desplazado, quedé reducido a unos pequeños espacios marginales, como un ánima que vaga entre bambalinas, incapaz de reaccionar, como quien entra a un salón con gente desconocida que lo mira impávidamente. “Me he transformado en una suerte de mueble con algún movimiento”, dije para mis adentros, con los pocos resabios de ironía que me quedaban. Una fuerza genética de apropiación avanzó -cavilé- una vez eliminada mi resistencia, sobre las cosas de ella. Apenas independizados, a poco de conseguir cierta autonomía, ellos tomaron para sí todo, merced a un extraordinario instinto de conquista. Después, claro, comenzaron los conflictos intestinos entre sí. Llegué una tarde, finalmente, y mi llave no coincidía con la cerradura. El cuento de Julio, que recuerdo ahora, guarecido por un árbol, es afamado y trabaja un poco con la idea clásica de la “máquina de expectativa”: siempre estamos a punto de saber qué sucede (o en todo caso, quiénes, cómo y por qué toman la casa). Esto es mucho peor: fuimos desplazados por la propia especie, por la prole propia. Ella y yo, ahora, vemos desde afuera nuestra propia creación que, como en la leyenda del aprendiz de brujo, invierte en un movimiento veloz el orden de las cosas.

III.

Me desperté. Apenas solté el aire y ya. Observé a los lados y todo parecía igual que siempre. Una cierta intranquilidad me corroía, todavía. Me extrañé por la densidad de la pesadilla. Suelo no sufrirlas. Bajé las escaleras.

Fui hasta la biblioteca. Mis libros seguían allí, pero me pareció advertir que no todos. Se destacaba, lo mismo que en mi sueño, el firme avance de las miniaturas sobre los estantes. Volví a mi cama, algo confuso. En la entrada de la pieza de ellos, donde dormían, había pilas de dibujos. En uno de ellos, dos niños hablaban entre sí. Uno le decía al otro (forcé la vista): “Los grandes ocupan mucho lugar”. Me acordé, como en un rapto, del “Diario de la guerra del cerdo”, de Bioy. En alguna región de las “fuerzas vivas” del subconsciente, “Casa tomada” y este relato se encontraron con ciertas experiencias personales. Minimicé el episodio y avancé. Mis medias dieron con otro dibujo, perdido en la oscuridad. En la figura de una marioneta improvisada con lápices rojos creí ver algunos rasgos de mi rostro. Debajo estaba la firma de ellos, segura. Arriba, manitos de niño manipulaban el muñeco.