editorial

  • El presidente Sánchez Cerén insiste en que si se quiere poner fin a la actividad violenta de estas pandillas, el primer paso es no negociar con ellos.

Las maras asuelan El Salvador y crecen en América Central

Durante tres días, el transporte público de las principales ciudades y rutas de El Salvador estuvo paralizado. Los responsables de esta decisión fueron las temibles maras, bandas o pandillas de jóvenes -y ya no tan jóvenes- que operan como mafias territoriales y viven de la extorsión, el contrabando, el tráfico de drogas y el llamado crimen a la orden a través de sus eficaces sicarios.

La causa de esta “medida de lucha” tomada por estas temibles organizaciones delictivas, fue debido a que el gobierno nacional de Salvador Sánchez Cerén se negó a arribar a un acuerdo y a firmar una tregua con ellos. Sánchez Cerén insiste en que si se quiere poner fin a la actividad violenta de estas pandillas, el primer paso a dar es no negociar con ellos, y mucho menos legitimarlas transformándolas de hecho en interlocutoras del gobierno nacional.

En estos temas y ante enemigos de esta envergadura, una cosa es enunciar principios virtuosos y otra, muy diferente, sostenerlos luego en una realidad signada por la violencia. El paro de transporte decretado por las maras fue declarado ilegal por el gobierno, pero todo fue en vano. Los pocos transportistas que decidieron obedecer la orden del gobierno sufrieron duras represalias de las pandillas. Al pasado miércoles, el número de choferes muertos ascendía a nueve, dato al que hay que sumarle los heridos y los vehículos incendiados.

Es que el drama de las maras es muy serio. Un poco de historia tal vez ayude a comprender los alcances de este siniestro fenómeno. Durante la guerra civil salvadoreña entre guerrillas de izquierda y organizaciones de derecha, muchas personas emigraron a los Estados Unidos de Norteamérica y, particularmente, a Los Ángeles. Allí, los emigrados eran acosados por bandas de mexicanos u otras mafias locales, motivo por el cual se organizaron estas pandillas conocidas como maras para proteger a los emigrados.

Lo que se inició como un acto de autodefensa se transformó rápidamente en organizaciones criminales. La represión de sus actividades en los EE.UU. obligó a muchos de ellos a retornar a El Salvador, donde reprodujeron y ampliaron sus acciones ilegales. Tatuados, con códigos “morales” propios, con sus jerarquías, sus mitos y leyendas, las maras ampliaron su convocatoria y son verdaderos ejércitos paralelos que disputan periódicamente el monopolio legítimo de la violencia al gobierno.

Sus operativos terroristas se han ampliado a Honduras, Guatemala y varios países de América Latina. Sin ir más lejos, en la Argentina se detectó hace pocos años la presencia de estas bandas, pero pareciera que no pudieron arraigarse, lo cual no significa que en algún otro momento no lo vuelvan a intentar. Un país donde actúan con impunidad es México. Las maras fueron contratadas por los jefes del narcotráfico para participar en sus guerras internas. El cártel de Sinaloa dirigido hasta hace poco tiempo por “el Chapo” Guzmán contó -y cuenta- con el aporte de estos sicarios.

Hace rato que en El Salvador las maras han dejado de ser un problema policial, para convertirse en un problema político que pone en discusión el propio orden social. Sus filas ya no están integradas por hijos de guerrilleros o antiguos escuadrones de la muerte; la nueva y masiva fuente de reclutamiento son los jóvenes marginales sin estudios ni trabajo, cuya exclusiva relación con la sociedad es la violencia y la muerte. El presidente Sánchez Cerén hace bien en estar preocupado.

Hace rato que han dejado de ser un problema policial, para convertirse en un problema político que pone en discusión el orden social.