DIGO YO

Hundido

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Natalia Pandolfo

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“En esos árboles no hay especulación ni intento de decir miren qué vivo soy, qué cosa tan perfecta que sé hacer, ni siquiera la posibilidad de un disfrute personal: los que plantaron estos árboles sabían que los estaban plantando para mucho después, que ellos jamás los iban a poder ver como querían que fuesen. La galería de plátanos de Colonia Caroya es la síntesis perfecta de la Argentina que podría haber sido: de los que hacían un país para sus nietos, de aquella creencia en el futuro”. (Martín Caparrós, “El interior”).

—Doctor, siento que en esta ciudad me hundo.

—Bueno, vea, tampoco hay que ser tan drástico.

—Lo digo literalmente, doctor. Siento que un día no voy a poder salir.

—Bueno, mi estimado, es verdad que muchas veces esta ciudad parece chata, como dormida. Hasta suena a tango. Pero si se fija bien, últimamente han pasado algunas cosas interesantes. Mire ahora, tenemos el TC, por decir.

—No me entiende. Que me hundo, le digo. Hasta he soñado que voy por bulevar, rumbo al oeste, y mi auto se clava en el pavimento y la parte de atrás se levanta y quedan las ruedas girando al aire y el auto como una flecha apuntando al cielo, o al suelo, depende de cómo se mire.

—Ahí está al punto, mi estimado. ¿Al cielo o al suelo? ¿Para dónde quiere mirar?

—Si fuera por elegir, yo preferiría mirar para adelante, vio. O sea, por ejemplo, si voy en la bici, disfrutar del airecito en la cara y del paisaje; no estar atento a que el piso se abra debajo de mí como en una película de esas pochocleras del fin del mundo.

—No es el fin del mundo, son cosas que pasan.

—Cosas que pasan acá nomás. Sólo acá revientan las manzanas de edificios como lo hacen. Mire, yo no entiendo de esas cosas, no sé si tendrá que ver o no, vio. Pero lo que digo es que es raro.

—¿Qué es raro?

—Que nadie prevea nada. Y que de repente uno se pueda hundir.

—Pero usted no se hundió. Está proyectando.

—Es cierto, y los que tendrían que proyectar no lo hacen, mire usted. Por eso aquí estoy, más triste que pantera rosa mal dibujada en una calesita.

—Volvamos al inicio: usted se siente hundido.

—Sí. Como en la guerra de barquitos.

—¿Le pasó antes?

—Sí, hace unos meses.

—¿Recuerda en qué contexto?

—Sí, una vez que pasé por Urquiza y vi que en el cruce con bulevar había un cráter que parecía la mismísima maldición de un dios hecha materia.

—¿Lo conversó con alguien?

—Con el operario que estaba ahí.

—¿Y qué le dijo?

—Que ya lo iban a arreglar. Que iban a demorar, pero que tranquilo, que ya estaba.

—Y eso no lo tranquilizó...

—Un poco, sí. Pero quedé averiado. Nos hundimos, doctor, es el apocalipsis. Iremos descendiendo de a poco, de bulevar hacia el norte y hacia el sur, como un gran pájaro que en lugar de abrir las alas las va cerrando, y dentro de poco seremos nada, y alguien contará nuestra historia.

—¿Cómo se imagina ese relato?

—“Había una vez una ciudad que creció tan descontroladamente que se hundió. Fin”.

—Qué poder de síntesis.

—Qué quiere que le diga. Hoy estoy en el subsuelo.