Periferias

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“Alegoría de la fe”, de Jann Vermeer.

 

Por María Teresa Rearte

La posibilidad de que haya una ruptura o pérdida del sentido de la existencia de un ser humano en el mundo es parte de la vida. Hay tantas cosas que cambian su significación y pierden su importancia. Sin embargo, hay como un deber de saber qué es lo permanente y absoluto, en medio de los condicionamientos y aún hundimientos que se pueden producir en la existencia humana. De las heridas que a veces se cauterizan y aún de las que no cierran.

Al final de cuentas, ¿hay alguien que no conozca la experiencia de lo enigmático? No parece propio de una persona reflexiva hacer desaparecer el latir misterioso de la existencia humana con artificiosos argumentos de razón, que agotarían el caudal de expectativa y demanda de respuestas, que anidan en el corazón del hombre.

Por el contrario, a veces se percibe la existencia del misterio que nos envuelve. Y se acaba por concluir que éste no es ríspido; sino habitable. Y hasta camino de madurez y ascensión.

Tomás Halik, de nacionalidad checa, que fuera ordenado sacerdote secretamente en Alemania durante los años del comunismo, tiene conciencia cierta de que su fe nació y maduró en un contexto ateo: el de la población de la República Checa, que en un 65% es agnóstica y atea. El humus cultural checo proviene de la experiencia husita pretridentina, del paganismo nazi, y aún del ateísmo científico, impuesto como ideología por el Estado. No obstante lo apuntado, Halik llega a una conclusión: “alrededor nuestro queda todavía mucho del cristianismo.”

El pensamiento de la posmodernidad sobre el hombre heredó de Nietzsche la conciencia de la contingencia radical que remite la condición humana a sí misma, sin posibilidad de recurrir a ningún otro fundamento. Desde diferentes ángulos y por influjo de distintas corrientes de pensamiento, entre las cuales la de Nietzsche es una de las más conocidas, se concluyó que el racionalismo de la modernidad condujo al nihilismo.

Algunos contemporáneos arribaron también al nihilismo desde la experiencia de las atrocidades que representaron las guerras y el exterminio nazi. Este es el caso de E. Wiesel, que dio su voz al mudo espectáculo de los cadáveres de niños volcados en una fosa en llamas. Y como esos, tantos otros seres humanos. Llegando incluso hasta nuestros días, con muertes y crueldades de fuerte impacto, sin que acertemos a ver cuál es la salida a este laberinto de horror que sacude al planeta.

Tomás Halik, antes mencionado, presenta una propuesta que, si bien no es nueva, es interesante: que la fe firme y consistente no se testimonia por medio de la apologética. Sino que la fe, hoy, debe caminar hacia los territorios oscuros, huérfanos de seguridades, donde se agita la ausencia de fe, porque nada, ni siquiera la experiencia de la negación de Dios puede ser ajena para el que se nutre de la fe en Cristo. (Cfr. C.Vat.II, Const.Gaudium et spes, 1).

La falta de fe es vista por Halik como una forma de pobreza, no del que vive en los márgenes de la sociedad, sino en los márgenes de la fe. Y por consiguiente de la Iglesia. Lo cual trae a la memoria, entre otros casos, el de Simone Weil (1909-1943), filósofa y mística judeo-francesa, que quiso conocer el sufrimiento de los últimos. Vivió enamorada de Cristo; pero sin trasponer las fronteras de la Iglesia.

El tiempo presente invita a pensar el fenómeno de la falta de fe, conscientes de que las llagas del mundo no son sólo la pobreza, las guerras, el terrorismo, sino también la crisis de la fe que, como una herida, se abre ante nuestros ojos. Y es un reto para la fe. No se trata de atrincherarse, ni de negociar la identidad cristiana para sobrevivir en medio de la cultura actual. Sino de transitar un camino en el que la dimensión teologal aporte sustancialmente a la recomposición del creer en medio del mundo.