CRONICAS DE LA HISTORIA

El fusilamiento de Manuel Dorrego

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por Rogelio Alaniz

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Su muerte fue un crimen, pero por sobre todas las cosas fue un error, un gran error. Los que dijeron que había que cortar la cabeza de la Hidra mataron a la única persona que probablemente hubiera podido ensayar otro tipo de salida política para un país que caminaba inexorablemente hacia la guerra civil y la dictadura. Agüero, Del Carril, Varela, es decir los que aconsejaron a Lavalle que había que fusilar a Dorrego, con sus gestiones macabras no hicieron otra cosa que acelerar la llegada al poder de Juan Manuel de Rosas.

Las cartas escritas por los jefes unitarios se han conservado y testimonian con elocuencia la cobardía moral y la canallada política. Sin esas sugerencias sigilosas pero implacables, ¿Lavalle hubiera tomado la decisión de fusilar a Dorrego? No es fácil responder a esa pregunta, pero da la impresión de que atendiendo a sus posteriores reflexiones, el héroe de Riobamba no habría cometido un error tan trágico para su destino y el destino de su causa.

¿Merecía Dorrego ese final?, ¿merecía ser fusilado como un traidor a la patria un hombre que, entre otras cosas, había sido un bravo guerrero de la Independencia?, ¿fue justo matar en nombre de la paz o de alguna excusa parecida a un gobernador que acababa de ser depuesto por una asonada militar?, ¿no habría sido más prudente el destierro, como lo sugirieron Guillermo Brown y los hombres más sensatos de su tiempo?

José Manuel de Estrada, muchos años después, expresó con palabras elocuentes el punto de vista de su generación: “Fue un apóstol y no de los que se alzan en medio de la prosperidad y las garantías, sino apóstol de las tremendas crisis. Se dejó matar con la dulzura de un niño; él que había tenido dentro del pecho todos los volcanes de la pasión, supo vivir como los héroes y morir como los mártires”.

Raras veces la historia dicta un veredicto, pero en el caso de Dorrego pareciera que el juicio condenatorio de su fusilamiento es lo más parecido a un veredicto final. Nadie defenderá el crimen de Navarro, nadie lo justificará; los que lo propiciaron optarán por hacer silencio y, por su lado, Lavalle será el primero en arrepentirse.

Sorprendente. La supuesta espada sin cabeza tendrá el coraje de hacerse cargo de su acto y, además, la valentía de admitir que se equivocó. Los otros, los letrados o los “casacas”, los dueños de una supuesta clarividencia, preferirán mirar para otro lado o cambiar de conversación.

Dorrego murió como un valiente. Así lo reconoce el general Iriarte en sus “Memorias”, para luego agregar: “Murió con la misma serenidad que se admiraba en él en los campos de batalla”. La información tal vez no sea importante para quienes estudian el desenvolvimiento de las estructuras y los procesos, pero para quienes, a pesar de todo, nos importa el destino del hombre, se sabe que no es lo mismo enfrentar la muerte con coraje que con miedo; no es lo mismo despedirse de los suyos como quien va a dar un paseo, que hundirse en la desesperación y en consecuencia agregar a la desdicha la humillación de la cobardía.

Cuando a Dorrego le comunican que va a ser fusilado en una hora, no se inmuta, no derrama una lágrima, no pide clemencia. Curiosamente, el único que llora en esa tarde infausta es el general Lamadrid. El bravo guerrero no puede contener el llanto y se niega a presenciar la ceremonia en la que van a fusilar a su compadre. Las últimas palabras, las últimas recomendaciones de Dorrego son para su mujer y sus dos hijos. Y el hombre que lo escucha y le cede su casaca para que enfrente las balas del pelotón es Lamadrid.

Dorrego marcha sin temblar hacia el pelotón de fusilamiento. No vacila ni demuestra miedo. Tampoco ríe o compadrea. Sabe que va a morir y que la muerte no es broma. Un pañuelo amarillo le tapa los ojos. Suenan ocho disparos y Dorrego muere. “La muerte es apenas un ratito”, decía riendo antes de entrar en combate. En una habitación Lavalle medita. Cree que ha cumplido con su deber, pero años después los remordimientos no le darán paz.

Convengamos que Dorrego, a lo largo de su borrascosa vida pública, había sabido ganarse sus buenos enemigos. Como el personaje de la novela, podría haber dicho que estaba orgulloso de los enemigos que había sabido conseguir, pero a diferencia del protagonista de la ficción, lo que nunca hubiera podido imaginar es que esos enemigos iban a ser tan obsesivos o iban a cobrar con tanta desmesura las supuestas ofensas.

El fusilamiento, en ese sentido, rompe con la lógica política en el Río de la Plata y, muy en particular, de la provincia de Buenos Aires. Las luchas entre las diversas facciones de la elite podían ser duras, pero el fusilamiento era un recurso que no se utilizaba. O por lo menos no se practicaba con ese tono de arbitrariedad y mesianismo, que ejercieron los jefes unitarios contra Dorrego.

Digamos que la ejecución rompió con las reglas del juego tácitamente establecidas. A partir de allí se impondrá la ley del más fuerte y el más fuerte será Rosas. Juan Manuel no tuvo nada que ver con esa muerte, pero esa muerte favoreció su carrera política. Por esas sugestivas piruetas del destino, Rosas será el heredero de Dorrego. Se hará cargo de una causa en la que nunca creyó seriamente y traducirá esos contenidos a su clave personal o a su particular manera de concebir el poder.

¿Por qué Rosas y no Dorrego? No es fácil responder a esa pregunta porque en historia nunca es fácil hablar de lo que no fue. Alguien podrá decir que Dorrego tuvo mala suerte, pero queda claro que muchos no se sentirán conformes con esa respuesta, por más que se sepa que la suerte interviene en la historia, y muchas veces más de lo aconsejable.

Otra respuesta tentativa postularía que el poder real era Rosas y no Dorrego, y que la inexorable lógica de los acontecimientos fue inclinando los dados hacia el jugador más fuerte. Dorrego, al momento de su fusilamiento, estaba políticamente solo. Es probable que su ejecución haya sido posible porque su aire político se había agotado. Sus relaciones con los franceses y los ingleses eran insostenibles; los militares que peleaban en la Banda Oriental lo hacían responsable de todas las desgracias que les ocurrían; los poderosos terratenientes ganaderos no compartían su empecinamiento de continuar la guerra contra Brasil; los hombres de negocios le negaban los créditos y los caudillos provinciales no le tenían confianza, y más de uno lo veía como un rival político de cuidado.

Se dice que antes de ser derrotado por Lavalle, Dorrego ya había sido derrotado por sus colaboradores y, muy en particular, por Manuel Moreno. También se dice que todos estaban al tanto del golpe que los militares preparaban, pero el único que parecía ignorar el peligro era Dorrego. Lo seguro es que su muerte impactó a la sociedad porque fue inesperada y brutal. Para el futuro Restaurador de las Leyes, la muerte de Dorrego fue un premio servido en bandeja. En un solo acto, Rosas se sacaba un rival de encima, enarbolaba su causa y disponía de un formidable pretexto para ajustar cuentas con sus enemigos. Siete años después, Juan Manuel se beneficiaría con otra muerte: la de Facundo Quiroga. Tampoco en este caso hay pruebas de que lo haya mandado a matar, pero Barranca Yaco le vino como anillo al dedo.

Como Laprida, Dorrego también conoció su destino sudamericano una ruinosa tarde. Y si bien no supo del “íntimo cuchillo en la garganta”, sí supo de las anónimas y certeras balas disparadas por el pelotón de fusilamiento. No sabemos si en ese momento lo embargó un júbilo secreto, pero tampoco hay certeza de que a Laprida le haya sucedido algo parecido.

Los que lo conocieron lo describen como burlón, díscolo, algo demagogo y un poco oportunista. También aseguran que era muy inteligente. Sus desplantes y pedanterías lo hicieron célebre. Puede que haya sido dueño de los defectos que le atribuyen, pero nadie puede discutir su militancia patriótica, su compromiso público y su solidez intelectual para defender la causa del federalismo. Manuel Dorrego nació el 11 de junio de 1787 en Buenos Aires. Cuando lo mataron terminaba de cumplir 41 años.