Espacio para el psicoanálisis

El “encuentro” del amor

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“Le prête marié”, de René Magritte.

 

Por Luciano Lutereau (*)

El encuentro no es lo opuesto al desencuentro. Sólo el sentido común reflexiona con un pensamiento binario, mientras que en el psicoanálisis casi siempre encontramos una razón contra-intuitiva. Podríamos decir: nada encuentra más que el desencuentro. Algo semejante decía Lacan cuando afirmaba que el acto fallido era el único acto logrado. Porque en lo que decepciona la intencionalidad se revela menos la necesidad de una motivación oculta que la contingencia misma de todo motivo.

En cierta ocasión, un analizante me comentaba la situación en que “encontró” a su esposa. Había ido a ver una muestra al museo Palais de Glace (en Recoleta), pero cuando advirtió que había mucha gente decidió ir al Nacional de Bellas Artes. Allí se cruzó, como por casualidad, con una mujer a la que ya conocía, sólo que entonces la vio por primera vez. ¿Deberíamos decir casualidad o, mejor, azar? En todo caso, ese azar que no se reduce a la casualidad es el que importa en psicoanálisis. Ese “hecho fortuito” pero también “afortunado”, que incluye una complicidad del sujeto, dado que causa una pregunta “¿Por qué ahora?”. Un encuentro no es el advenimiento de lo nuevo, sino la repetición de lo diferente.

Nada une más que el desencuentro. Recuerdo otra situación, la de otro analizante que en cierta ocasión salió con una chica, en lo que hubiera podido ser una relación casual, sólo que llegado el momento de estar juntos en la intimidad, ni él ni ella tenían preservativos. Esa noche durmieron abrazados, e iniciaron una relación que también concluyó en matrimonio. Acaso, ¿no hay un decir popular que nombra a ciertas mujeres, las que son para casarse, como aquéllas que “no son para coger”? Es curioso, las que “son” son las que “no son”. Ahora bien, ¿cómo podría reconocerse una elección sino a través de la división subjetiva? ¿Qué elección podría ser no sintomática?

Esta misma incidencia latente del sujeto en el desencuentro puede advertirse en muchos sufrimientos neuróticos. Por ejemplo, realicemos una breve disquisición en torno al duelo. Muchas veces creemos que se duela la presencia del otro, que ya no estaría, y así vuelve a oponerse la presencia a la ausencia. Sin embargo, el duelo pone de manifiesto la presencia de una ausencia, una falta presente en el hecho de que lo que más se extraña del otro no es lo que hubo sino que lo quedó en suspenso. De acuerdo con las palabras de una hermosa canción de Gabriela Maiarú: “¿Dónde quedó el beso que nunca me diste?”, o para decirlo de un modo menos poético pero igualmente clínico, recuerdo el caso de un muchacho que solía lamentarse por los pasos que no había dado con ciertas mujeres, indecisión que por muchos años le costó un uso neurótico del recuerdo en la fantasía de escenarios posibles.

Para concluir, esta última consideración vale no sólo para el duelo, sino también para destacar un matiz propio del superyó en la neurosis: el imperativo de goce no se confunde con un deber impuesto; incluso ya la obligación postergada es una forma de tratamiento de ese empuje que reclama algo tan paradójico como hacer lo que uno hubiera querido hacer. Por eso la culpa no es el arrepentimiento: en este último se trata del malestar por lo que se hizo, mientras que en aquélla se trata de lo que no se hizo pero... En esa objeción subjetiva se discierne la acusación superyoica y se discierne, una vez más, la connivencia del sujeto con el azar.

El núcleo de la ética del psicoanálisis no radica en estar a la altura de algún ideal, sino de lo que a cada uno lo tocó en suerte, en cada encuentro, cuando el azar no se reduce a la casualidad.

(*) Doctor en Filosofía y magíster en Psicoanálisis por la UBA, donde trabaja como docente e investigador. Autor de varios libros, entre ellos: “Los usos del juego” y “La verdad del amo”.