CRÓNICAS DE LA HISTORIA

Sarmiento, nuestro contemporáneo

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POR ROGELIO ALANIZ

Domingo Faustino Sarmiento nació el 14 de febrero de 1811 en San Juan. Según dicen los historiadores, fue bautizado al día siguiente. Como todo hombre que se precie, nunca renegó de su cuna, ni de su linaje ni, mucho menos, de su pobreza. Nadie elige el lugar de su nacimiento, ni el día, pero lo que distingue a los hombres es lo que hacen luego con esos datos de su biografía: Sarmiento nació “entre las agrestes faldas de la cordillera que tiemblan y braman bajo los raptos de su salvaje ternura”, como escribiera alguna vez. Las leyendas escolares no mienten cuando aseguran que el hogar de Sarmiento era muy modesto. Tampoco faltan a la verdad cuando destacan el rol desempeñado por su madre, Paula Albarracín. El telar existió, como también existió la casa de adobe, el patio de tierra, los árboles y la pequeña laguna donde nadaban los patos.

A la pobreza a Sarmiento no se la contaron, la vivió en carne propia. Como Lincoln y Franklin, no fue responsable de su pobreza, pero sí fue responsable de lo que hizo con su pobreza. ¿Cómo explicar que un niño nacido en 1811 en un caserío de no más de 1.500 habitantes pueda “llegar a ser Sarmiento”? Es verdad que su pobreza era la pobreza de una familia decente. Los Sarmiento, los Albarracín, los Oro, los Quiroga, los Funes, es decir los apellidos distinguidos de esa modestísima aristocracia local, eran sus parientes. Muchos eran pobres, otros no. O por lo menos, no tanto. Muchos se perdieron en el anonimato del “osario común”, como él dijera de los Albarracín, pero otros fueron comerciantes, profesionales y sacerdotes, incluso obispos.

Fray Justo Santa María de Oro, uno de los protagonistas clave de la declaración de la Independencia, fue su tío. Y con José de Oro, que también era sacerdote, aprendió las primeras letras, se educó y se inició en la célebre escuela de San Francisco del Monte como maestro, cuando recién tenía quince años.

Su madre, Paula Albarracín era pobre. ¿Y su padre? Como se diría hoy, un padre ausente. Don Clemente Sarmiento era un “botarate”, un fabulador que siempre soñaba con emprendimientos en los que siempre fracasaba. Viajaba mucho, estaba largas temporadas fuera de la casa, pero siempre regresaba a Paula y cada retorno incluía un embarazo.

Don Clemente era buen mozo y excelente narrador de historias. Quienes no lo quieren a Sarmiento dicen que de ese padre charlatán y mentiroso proviene su afición a exagerar, e incluso a mentir. Para Sarmiento -de todos modos-, la figura dominante era la de su madre. El padre aparece en algunos momentos. Sarmiento, en diferentes ocasiones comenta sobre su participación en la batalla de Chacabuco e incluso cuando conversa con San Martín en Francia se referirá a ese detalle, pero está claro que don Clemente no es un modelo a seguir. Al respecto, no deja de llamar la atención que en el libro “Recuerdos de provincia”, al capítulo titulado “El hogar paterno”, lo inicie con la siguiente frase: “La casa de mi madre”.

La pobreza de Sarmiento es real, pero también son reales sus relaciones sociales que le van a ayudar a colmar su insaciable vocación de conocimientos. En sus libros “Mi defensa” y “Recuerdos de provincia”, Sarmiento demostrará dos cosas: que su linaje es modesto pero patricio y que lo poco o lo mucho que logró en la vida lo hizo gracias a su esfuerzo, a esa convicción que tuvo desde siempre de estar llamado a ser un hombre importante en su país.

Conviene insistir en la pobreza de Sarmiento. A la miseria, a las necesidades, a las privaciones no se las contaron ni las leyó en un libro: las sufrió en carne propia. Esos padecimientos, esa sensación de saberse al borde del abismo social, nunca fueron experimentados por Juan Facundo Quiroga y Argañaraz o Juan Manuel de Rosas, López Osornio y Anchorena, un dato que conviene tener en cuenta, sobre todo porque ciertos historiadores revisionistas no vacilan en presentar a Sarmiento como un oligarca y a los mutimillonarios Rosas y Quiroga como la expresión genuina del alma popular.

Hasta hace unos años los historiadores discutían si Sarmiento había sido conservador, liberal o progresista. Hoy se sabe que fue todas esas cosas y algunas más. Ceñir la personalidad de Sarmiento a una ideología es empobrecerlo. Los liberales ponderan su anticlericalismo, y efectivamente sus ataques a la Iglesia Católica fueron célebres, pero reducir sus ideas sobre la trascendencia a una militancia anticlerical, es no conocerlo.

Contra tanto prejuicios -de un lado y del otro- no se debe perder de vista que Sarmiento inicia su vida intelectual al lado de sacerdotes a quienes respetó y quiso mucho. Esos sacerdotes eran, además, federales, y Sarmiento nunca desconocerá ese origen federal, del mismo modo que no negará su filiación unitaria, aunque años después se distancie de ellos y adhiera al romanticismo.

Es el desfile de las tropas de Quiroga por San Juan lo que le hace romper lanzas con la causa federal. Para referirse a ese momento en el que la barbarie ingresa a la ciudad escribirá luego: “En aquellas tristes horas en que la luz del sol parece opaca y se aguza instintivamente el oído para escuchar rumores que se espera oír a cada momento, como ruido de armas, como tropeles de caballos, como puertas que se despedazan, como alaridos de madres que ven matar a sus hijos”. Nadie en la Argentina del siglo XIX pudo escribir así.

Su ruptura con los curas, con ciertos curas, es de esos años. El responsable del anticlericalismo de Sarmiento, es, como en las películas de Luis Buñuel, un cura, que en este caso se llama Castro Barros. “Estos majaderos han sido los responsables, con su intolerancia y fanatismo, de los degüellos y masacres de este país”, dirá.

Llama la atención a quienes estudiamos la biografía de Sarmiento sus contradicciones. Llama la atención al principio, porque después uno arriba a la conclusión de que esas contradicciones son las responsables de su grandeza. “No estamos ante una mediocridad como Mitre -escribe Jorge Abelardo Ramos- estamos ante un personaje vital, creativo, provinciano al fin”.

Sarmiento fue una personalidad exuberante. Quienes lo conocieron se admiraban de su vitalidad, de esa fuerza interior que se expresaba en su mirada, en los movimientos de la boca, en sus gestos. Un loco. “El loco” Sarmiento como dirán sus adversarios. “Un genio”, responderá el psiquiatra Nerio Rojas, hermano de Ricardo. “Un genio -admite Borges-, con el don de vivir el futuro en tiempo presente”.

Esa personalidad contradictoria y lúcida no podría entenderse sin su infancia y su adolescencia en San Juan. Es allí donde forja un destino que nunca puso en duda. La gravitación de las tradiciones coloniales, ese espíritu de refriega están en ese pasado. Es también allí donde aprende que la única posibilidad que tiene para ocupar un lugar en el mundo es a partir del saber. Lo que la cuna y la riqueza le negaron se lo dará el saber. Por eso, su voracidad por los libros. Su hazaña intelectual es conmovedora. Tratar de entender en 1825 a un jovencito de San Juan, un jovencito sin la apostura física del padre, sin la riqueza de los primos, sin la investidura de sus tíos sacerdotes, pero decidido a ser alguien a partir del saber en un caserío donde los libros llegan con cuentagotas, es un desafío a la imaginación.

Lo asombroso no es que se lo haya propuesto, lo asombroso es que lo haya hecho. Lo hizo a empujones, a fuerza de talento, vanidad y prepotencia. Sarmiento será una expresión anticipada de ese fenómeno de la modernidad que se conoce con el nombre de intelectual. El encarna al hombre que disputa el espacio público no desde la fortuna sino desde el saber. Allí, en ese lejano y polvoriento caserío de San Juan, se estaba forjando la personalidad más vital, más lúcida de nuestro siglo XIX. Recordarlo, hoy, exige una operación consistente en evocar aquel pasado y proyectar este futuro, porque la “novedad” de Sarmiento, la permanente novedad de Sarmiento, es haber instalado en su tiempo un programa de realizaciones que aún sigue vigente. Por eso, lo respetamos tanto; por eso mismo, lo odian tanto.