OCIO TRABAJADO

El goce del salvaje

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Estanislao Giménez Corte

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“Sería incapaz de escribir un sólo verso que estuviera a su altura (la de los grandes poetas), pero por lo menos puedo imaginar que una persona como yo pudiera hacerlo. Semejante cosa sería inútil con Mozart, Bach, Beethoven y Schubert. No me lo puedo imaginar ¿comprende? No me lo puedo imaginar”. George Steiner, 2007.

“(...) como místicos arroyos de sustancia divina”. Umberto Eco, 1982.

I.

Ocasionalmente, cometo el arrojo de lanzarme a una minúscula empresa imposible e insisto en la tarea que sé, a priori y a posteriori, inalcanzable: la de hurgar, la de intentar, la de rascar -casi sin instrumentos, apenas con estas manos- en una superficie inmaterial y en movimiento perpetuo, que se escabulle en todas direcciones en milésimas de segundos y que, errante, fugitiva, a su paso deja extasiados nuestros sentidos; la de querer atrapar (para ver, para auscultar, para sopesar) algo que es etéreo, con la pretensión de extraer qué cosa, me pregunto. Sé que, con ventura, sólo podré describir algunas sensaciones. Sé que nunca voy a llegar a rozar, siquiera, la naturaleza de la magia que me toca en la huida. Algunas veces, trato de escribir algo acerca de una música; de eso se trata. Se ha intentado y mucho; hay por doquier interpretaciones, alusiones, comentarios, análisis. Pero qué débil, qué inútil, qué poca cosa parece la palabra escrita ante la aparición en el éter del golpe sobre las teclas; o ante un rasgueo que toma las cortinas; o ante el viento que atraviesa el instrumento para salir sobre los rostros; o ante la voz que irrumpe venida desde el vientre y lanzada al esternón. Qué poca cosa, qué herramienta menor, qué oficio tan terrestre y pedestre éste, que quiere asir lo inasible; qué intento a rastras el del escriba para decir algo sobre una melodía que lo atraviesa sin introducciones, ni capítulos, ni notas a pie, ni citas de autoridad; qué rústico oficio parece ante la imponente, o trágica, o suave música; ante la creación sin forma ni materia que no necesita muletas ni prótesis para cachetear brutalmente al que recibe o sumergirlo en qué profundidades, me pregunto. Lo sabemos. Pero insistimos.

II.

Algunos autores sostienen que “el misterio supremo de todo conocimiento humano es la invención de la melodía”. En tanto misterio, claro, puede equipararse al de cualquier otra actividad artística (¿cómo? ¿dónde se origina?). Éste escapa, al menos, por dos puntos: escapa de los altos estudiosos que tratan, con un lenguaje, de explicar otro (y que fatalmente llegan a descripciones, comentarios o metáforas, a hablar de algo que está lejos); escapa de un neófito como yo que sólo intenta manifestar una perplejidad ante algo tan bello como incomprensible. Aquí, claro, uno estaría tentado de decir que la música, pero también que la poesía, son intraducibles. Y que, por extensión, el acto creativo no requiere, ni necesita, ni acepta que se lo sustituya por una explicación o interpretación posible. Esa explicación, aún la más brillante, empalidece, tarde o temprano. Esto es culpa, creo, de cierta manía analítica, que es loable y honesta, por “entender” algo que es belleza en estado puro. Sucede que cada cosa que digamos de esa belleza será necesariamente un acto de injusticia. O bien esa interpretación, una vez incorporada, no nos da nada, no suma nada, no agrega nada. Sólo tiene sentido volver a disfrutar de la obra. Pero igual queremos saber. E ingresamos aquí en otra dimensión: cuándo y cuánto son necesarias estas explicaciones o interpretaciones para el disfrute total de una obra de arte. En el caso de la música, claro, toda explicación es bienvenida, pero entiendo que ninguna, nunca, reemplaza la empatía inmediata (y misteriosa, insisto) que una persona establece con una melodía. Y nunca, en ningún caso, tendrá más importancia que ese disfrute salvaje, ese goce analfabeto, iletrado, no-ilustrado, en que un oyente descubre algo, sin información alguna, sólo a costa del placer sensorial. Fuerzas recónditas del escucha, entonces, “despiertan” con una obra. Aquí entraríamos en la distinción entre el arte como operación de la inteligencia versus el arte como intuición.

III.

Algunas obras nos sumen en estados particulares de disfrute, de emoción, de concentración, de estimulación. Una pregunta se mueve en nosotros, entonces, y va de ¿cómo hizo una persona para escribir esto? a ¿qué sucede en mí, en mi organismo, en mi ánimo, cuando uno escucha, cuando uno es poéticamente violentado, hermosamente sacudido, por unas manos geniales? Pongamos algunos ejemplos: la “Appassionata” de Beethoven interpretada por Daniel Barenboim. Me digo a mí mismo: no sé nada de música clásica, pero la escucho y entonces.... No se trata, tampoco, de la tensión clásico-no clásico. Pienso en obras disímiles, en que el disfrute no enciclopédico no quiere ni desea pensar en géneros, de modo que una persona cualquiera salta de Rachmaninoff a Pink Floyd y de Charly García a Jaco Pastorius y de Martha Argerich a la colaboración entre U2 y Pavarotti.

Pero en casos como la “Appassionata”, uno siente un estado de indefensión y de pequeñez ante algo gigantesco; uno ve nebulosamente, desde la ignorancia supina, que eso es la manifestación de una genialidad matemática y emotiva, o una a causa de la otra. ¿Cómo alguien pudo crear eso? ¿cómo pudo escribirlo? ¿cómo alguien puede tocarlo así? Será la aparición ocasional de fuerzas suprahumanas o cuasi-divinas, que se nos muestran como con cuentagotas. Señales, indicios de una genialidad que nos excede; que nosotros disfrutamos como animales de costumbre, pretendiendo tercamente alguna explicación, pero reconociéndonos, antes y mejor, como almas permeables al dulce placer en ausencia de todo conocimiento.


El goce del salvaje

Partitura manuscrita de Beethoven.

foto: ARCHIVO.