OCIO TRABAJADO

Cinco atriles en busca de un carisma

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Imagen panorámica del debate presidencial en Buenos Aires, el pasado domingo 4 de octubre. ARCHIVO.

 

Estanislao Giménez Corte

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“Res, nom verba” (“Hechos, no palabras”). Proverbio clásico

“Hay que emocionar al oyente, y llevarlo a la piedad, el temor, la furia, el odio, la envidia, la emulación y la agresividad”. Aristóteles

I

Pido perdón, lector, por acometer este acto impropio. Voy a referirme, condena de la memoria y de la urgencia periodística, a un texto propio, publicado hace unos diez años, en este mismo diario. Sucede que -fatalmente- el debate de candidatos del domingo pasado me llevó, primero, a la famosa frase borgeana con que abría aquella nota -“nuestras nadas poco difieren...”- y, segundo, porque sospecho, como muchos, que la savia de los debates no se halla en los pretendidos argumentos o en las pretendidas propuestas, sino en lo que el observador atento puede auscultar entre líneas, en los intersticios; en los episodios que escapan accidentalmente de la programación cuasi actoral; en un gesto no mecánico, en una mirada que se desvía, en la entonación novedosa de un adjetivo ya ensayado. Allí donde se trasluce, se deja ver, se muestra -pese a la reticencia- alguien; allí donde aflora, detrás del nudo de la corbata, desde debajo del pelo almidonado, como moviéndose eléctricamente dentro del traje de ocasión, más que un candidato, una persona. Uno transpira; otro vacila; otro yerra un término. En algún momento, la arquitectura de posturas cede y entonces, en la forma de un lapsus, “vemos” algo que no es propiamente la escenografía ni la performance de los muñecos. Voy a recordar, entonces, sólo la idea de aquel texto. Se llama “Opinión de la opinión” y quiere pensar en una discusión cualquiera, que puede representar las “descubiertas retóricas de combate”, como escribiera cierto intelectual de fuste; la discusión lisa y llana que nos define en tanto, desde siempre, queremos “ganarla”. ¿Qué planteaba ese texto, con relación a esa pulsión por vencer en una conversación?: que entre dos personas que discuten, la ironía perfecta sería que uno de los dos convenciera al jurado y al público de que el triunfador es su oponente (a la inversa de cualquier situación imaginable) y que casi nadie pareciera percibir esta sutil operación (sólo su oponente, consagrado por todos pero consciente de su derrota).

II

Un candidato tiene la voz un poco aniñada y con ella a cuestas lanza proclamas, algunas fuertemente verídicas y honestas pero quizás irrealizables; y esa lección aprehendida en mitines y en la calle pareciera no coincidir con su cuerpo ni con un énfasis que no acompaña la verba encendida, como quien dice “revolución” pidiendo permiso. Otro candidato de tono pausado pareciera de vuelta de todo y, como divertido, refiere generalidades con el tono seguro del que lleva en esto demasiado; pareciera sin nada que perder ni que ganar, satisfecho con el sólo hecho de estar allí, todavía. Otro candidato, sólido en la apostura de voz al tono y aplomado, pide librar una “guerra” que ya dio traumáticos resultados en otros sitios de América Latina y del mundo. Otro candidato cae una y otra vez en apelaciones sentimentaloides y/o emocionales y o ¿emotivas?, pero la voz, de peculiar modulación, le juega una trampa y entonces va como arrastrándolo todo a su paso (va sobre el micrófono como apretando las muelas y trabando la quijada). Otro candidato seguro y preparado lanza como una ametralladora datos, cifras, fuentes, porcentajes, ecuaciones, logaritmos, curvas ascendentes y descendentes. El espectador, posiblemente, identificará cada una de estas características con algunos de los candidatos. ¿Podríamos pensar en un enroque, cómo encuadraría cada candidato con el discurso del otro, si pensásemos en ellos como figuras intercambiables? Siempre es un ejercicio interesante ver a los candidatos “salir al toro” o en la arena, pero ¿qué vemos, finalmente?: hay candidatos que son extraordinarios disertantes pero malos gestores; hay otros con una notable inteligencia práctica a los que les cuesta horrores organizar lógicamente sus ideas; hay creativos que hablan trastabillando y hay caraduras olímpicos con un discurso dulzón y convincente. Grandísimos oradores no han llegado a altos cargos y torpes personajes de escasa lectura se han enquistado ad infinitum en las esferas de decisión. El debate muestra algunas cosas pero a esas palabras luego les espera el largo recorrido hasta los hechos. Se dice habitualmente que el discurso oral es una manifestación de la inteligencia de una persona; sí, pero quizás es más importante esa otra categoría casi imposible de definir: el carisma. Nadie sabe bien qué es, pero se lo tiene o no. A ello hay que sumar, creo, que una cosa es la reflexión intelectual y otra la praxis política. Hacer un diagnóstico y exponerlo no es nada comparado con una acción política de reparación o de ejecución. Los debates son interesantes ejercicios para el elector y un desafío para el candidato: pero más allá de las figuras y de los fondos, cada espectador busca ver una otra cosa: una certeza de honestidad o de convicción o de fuerza o de decisión o de determinación que se traduce como un todo del cuerpo: el animal político en ciernes que, por egolatría, voluntad de poder o -imaginemos con candor- consideración por el otro, quiere tener el poder en un puño.