Se hace camino al andar

Se hace camino al andar

Este es un recorrido por algunos pueblos y ciudades de los muchos que bordean el Parque Nacional de Ordesa y Monteperdido, en el corazón del pirineo aragonés, y un breve paso por los caminos franceses. La combinación perfecta de un imponente paisaje de montaña, con construcciones milenarias, llenas de historia y leyenda.

TEXTOS Y FOTOS. VIRGINIA GUTIERREZ BOLCATTO ([email protected]).

 

En todo viaje, las imágenes que recordemos, tendrán siempre algo ajeno al paisaje, algo que no estaba allí, algo prestado que la cultura o la historia se encargaron de acercar. En las grandes capitales, serán los vendedores ambulantes de otra parte -a veces remota- del globo. En una costa pesquera, el quejido de un motor de lancha. En Cuba, un billete con el perfil de Lincoln. En el pirineo aragonés, sobre todo en las estaciones donde la nieve no tiñe el paisaje, serán los peregrinos y ciclistas de todo el mundo que van hacia Santiago de Compostela. Y es que muchas de las rutas para adentrarse a los pirineos, son también sus rutas. Los varios caminos franceses y españoles hacia Santiago surcan estas montañas. Es fácil distinguirlos de cualquier otro viajero que camina o pasea en su bici: el peregrino lleva grandes mochilas, y el ciclista, alforjas. Ellos coronan el paisaje, la sucesión infinita de pinos y masas rocosas, la altura inconmensurable. Estamos en el Pirineo.

Este viaje será sólo un bocado de esta inmensa formación. Nos faltarían 1.500 metros hacia arriba y varios cientos de kilómetros a la redonda para completarla. Aún así, desde cada rincón es posible contemplar “las empinadas y nebulosas crestas” del Pirineo en palabras de Bécquer y no existe ni siquiera un rincón que no merezca ser recordado y fotografiado.

Del origen de su nombre hay varias versiones, pero siempre prefiero la mitológica. En este caso, la mitología vasca basada a su vez en la griega dice que Pirene era una muchacha de la zona que fue seducida y abandonada por Hércules y que murió devorada por animales salvajes cuando intentaba seguirlo. El semidios quiso darle justa sepultura y acumuló inmensas rocas hasta formar esta cordillera montañosa al norte de la Península Ibérica. Así que básicamente, estamos sobre una tumba majestuosa.

La música de Fito y Fitipaldis acompaña el viaje. Aunque me empalagan un poco sus letras inconexas queriendo consagrar frases inmortales en cada canción, de alguna forma comienzan a gustarme. Este es un concierto en el que Calamaro es el invitado y me recuerda la hermandad musical de España y Argentina. Andrés tampoco es santo de mi devoción, pero a tantos kilómetros y años de distancia, la nostalgia me hace disfrutarlo. Y es que con estos paisajes, cualquier música gusta. Cualquiera menos Arjona, claro.

En la frontera de Zaragoza y Navarra, y estrenando las primeras colinas del Prepirineo, nos detuvimos en Esco, uno de los tantos pueblos abandonados en la despoblación rural que comenzó en los ‘60 y continúa hasta hoy. La inexplicable conservación de ciertos balcones, las apuestas sobre qué habitación era la cocina, y la búsqueda de los indicios del pasado entre las piedras, convierte a viajeros curiosos en arqueólogos profesionales. Pero mi sueño de refundar uno de estos tantos pueblos, se vuelve utopía: poco queda en pie a pesar de que sobrevive el tendido eléctrico entre las ruinas.

VIAJE A LA EDAD MEDIA

A medida que nos adentramos en el paisaje, la descripción es obvia y hasta redundante: dicen Pirineos, pensamos en montañas. Aquellos cardos que no quisiera cultivar Martí brotan indómitos en la tierra. El olor a lavanda irrumpe en el camino. La sucesión de pinos colorea con distintos verdes la montaña. Pero lo cierto es que la magnificencia de la naturaleza será sólo una parte del viaje. Porque la otra importante razón para que este sea uno de los destinos turísticos más elegidos de Europa es su patrimonio histórico: entre las colinas y cimas de los pirineos, se asoman castillos, monasterios, torres e iglesias de la Edad Media y el Renacimiento. Y algunas de ellas, sirvieron para más de un fin a lo largo de la historia. Porque aquí, como en toda España, es común ver un castillo que sirvió de monasterio, una sinagoga que fue almacén militar o un almacén militar que se convirtió en palacio.

En cualquiera de estos edificios, los guías son historiadores muy formados, cuya función principal parece ser convencernos de que todo lo que vimos en las películas históricas es mentira.

El Castillo de Loarre, desde cuya altura se contempla gran parte de la Hoya de Huesca, nació como un baluarte estratégico contra la defensa musulmana en el 1.020. Eligieron el lugar por la altura y la fortaleza de sus cimientos. “Desde la paz de lo alto del castillo, podía contemplarse el mundo infiel”, nos explica un video a la entrada. Más tarde, ya cuando el Rey Sancho ampliara el edificio y construyera ahí sus aposentos -incluida una letrina, algo muy novedoso e inusual para los hábitos higiénicos de la Edad Media- se convertiría en castillo y oficiaría de monasterio de canónigos de San Agustín.

A unos kilómetros de allí, el Monasterio de San Juan de la Peña, que fue siempre monasterio, pero por partida doble: el nuevo y el viejo. El nuevo no pertenece a la Edad Media y tiene una instalación museológica que nos permite adentrarnos en los hábitos de la vida monasterial del S. XVII y en la historia del Reino de Aragón. El viejo nos habla de oscuras y frías historias de la Edad Media, con escalofríos comparables al que se siente al leer “El nombre de la rosa”. Los monjes tenían que superar tres pruebas irrefutables: pasar una semana en la intemperie a las puertas del monasterio hasta que las puertas se abrieran, luego un año en silencio y finalmente- donar todas sus pertenencias. Al pasarlas, ya eran monjes benedictinos y recibían un traje para invierno y uno para verano. Pero un error podía ser fatal: junto a nosotros, en el cuarto de torturas, todavía se escucha el eco de una gota de agua abriéndose paso en un cráneo pecador.

En este mismo Monasterio estuvo el Santo Grial. Según la guía, que a esta altura se ha ganado nuestro respeto y total atención, hubo un tiempo en que la Reina quiso tres tesoros en este monasterio: la costilla de San Pedro, un pedacito del manto de la Virgen y el Santo Grial. ¿Debería invadirme la culpa porque lo primero que viene a mi mente sobre la mentada reliquia no es aquello de que la suntuosa copa fue hecha unos siglos después de la última cena y que el original sólo era el cuenco pequeño y austero de la cúspide, ni su valor histórico, ni los siglos de investigación sobre su autenticidad, sino la película de Indiana Jones, una de mis favoritas de la saga?

¡CANFRANC SI!

Canfranc y Estación Canfranc son dos conjuntos poblacionales a minutos de Francia, pero todavía en el pirineo Aragonés. Juntos, apenas superan los 500 habitantes, pero tienen mucha historia por ser fronterizos en los eternos conflictos bélicos y, principalmente por su estación de ferrocarril.

Nos recibe un aragonés setentón, uno de esos montañeses hechos a medida del frío, que nos cuenta que el movimiento en la calle se debe a que pronto empezarán las fiestas del pueblo. “Bueno... si se les pueden llamar fiestas a esto”, se queja al mismo tiempo que se ofrece buscarnos en el albergue si alguien intenta llevarse nuestro auto mal estacionado.

La estación Canfranc es un gigante hermoso y dormido. Aunque nació a comienzos del siglo pasado como un acuerdo entre España y Francia para unir ambos países atravesando los Pirineos, la construcción es desde hace tres años propiedad del Gobierno de Aragón. Y aunque existen varios proyectos, hoy en día sólo se presta un servicio de media distancia a Zaragoza y se hacen visitas guiadas. Aunque se han hecho algunas restauraciones, el estado del edificio denota una deuda con la historia, que a juzgar por lo obrado en otros edificios históricos de Aragón, no tardarán en saldar. Mientras tanto, algunos grafitis cercanos a la inmensa estación continúan rezando: ¡Canfranc, sí!

En los pocos minutos que separan la Estación del país vecino, hay varias torres y construcciones que hablan de tiempos de conflicto bélico, o sea, casi todos los tiempos previos a la Unión, que ahora nos permite cruzar la frontera en un abrir y cerrar de ojos. Y es que estas montañas fronterizas eran el paso natural para todos aquellos que pretendían huir de o hacia España. Tanto en las dos guerras mundiales como en el guerra civil española, esta zona fue sometida a vigilancia permanente para controlar el flujo clandestino. Sus 500 km. de longitud y su apariencia intransitable convirtieron a la cordillera pirenaica en una promesa de libertad para miles de personas. Los passeurs se enriquecían con el contrabando de personas y bienes. Sólo entre 1940 y 1942, hubo 40 mil detenidos en la frontera española, de los cuales la mitad eran franceses. Pero incontables son los que lograron atravesar estos caminos salvándose de persecuciones y de la misma muerte: nazis, judíos, desertores, republicanos, franquistas, maquis (1). La desesperación, el hambre y el miedo los hicieron enfrentar la rudeza del paisaje y el clima buscando una nueva vida.

OLORÓN A QUESO

Es tan breve el paso entre un país y otro, que será un locutor en la radio el que nos convenza de que hemos llegado a Francia. Borce, el primer pueblo, es un rejunte de casitas medievales que tiene un encanto inversamente proporcional a su tamaño. Los carteles intentan convencernos de visitar el Parc’Ours y esquiar. La primera opción no será posible por cuestiones ideológicas. La segunda porque es verano y sospecho poseer una incapacidad innata para ese deporte. Preferimos recorrer el pueblo y descubrimos, por ejemplo, un antiguo lavadero público, donde se reunían las mujeres a lavar ropa. Ninguna persona se cruza en nuestro recorrido, lo que nos permite imaginar fácilmente que estamos en una villa medieval o al menos, en un pueblo encantado.

Después de atravesar cuatro poblaciones en diez minutos y darle paso a varios ciclistas que parecen escapados del Tour de France, llegamos a Olorón. Y como no podía ser de otra manera, el primer olor que nos recibe es el del queso gratinado. “¿Cómo se puede gobernar un país que tiene 246 diferentes clases de queso?”, se quejaba De Gaulle que aunque hacía referencia a las divisiones de la república, terminó dando una definición atemporal y precisa de Francia.

La catedral de Santa María de Olorón nos seduce con su altura. Es una construcción oscura y fría que mezcla lo románico y lo gótico. Más frío aún, el mármol que en uno de los laterales rinde homenaje a los nombres de Olorón caídos en la primera guerra mundial. Dada la magnitud del pueblo y la longitud de la lista, me llega la desoladora imagen de un pueblo sin hombres..

Fui criada en un hogar donde el olor a comida es sinónimo de hospitalidad. Por lo tanto, cualquier veda o prohibición gastronómica me resulta hostil. En el país que se adjudica la invención del restorán y posee una de las mejores gastronomías del mundo, resulta imposible encontrar una cocina abierta después de las dos y aparentemente, hablar español supone una espera extra, más aun cuando descubren que mi español no pega la lengua al borde de los dientes para decir 100. Nos resignamos a la única opción viable para comer: regresar a España, donde ningún horario es inapropiado para comer. Nos recibe un clásico restorán español en Jaca, donde el dueño pone música que nos gusta y nos sirve enseguida el generoso menú del día con primer, segundo y tercer plato. Después de algunas horas de hambre en Francia, extrañábamos la madre patria.

Panza llena, corazón contento permite un paseo por Jaca. En la ciudad se respira historia, porque por la importancia de sus abadías y monasterios, fue la capital del joven reino de Aragón, allá por 1.077. Sancho Ramírez traslada allí la sede episcopal y ordena la construcción de una gran Catedral. La iglesia hoy resulta oscurísima, pero llega la iluminación divina gracias a que un niño coloca una moneda de un euro en el dispositivo instalado para tal fin: se encienden las luces laterales que nos permiten apreciar una de las construcciones más características y antiguas del románico en España, que fue escenario de bodas y acontecimientos reales.

BUITRES, SABINA Y MÁS PEREGRINOS

El número de kilómetros recorridos a lo largo y alto del pirineo aragonés, nos indicó que se acercaba el final del viaje. Penúltima parada: el mirador de los buitres. Desde allí se puede ver la inmensidad del paisaje, los mallos (2) de Riglos y Agüero. Y por supuesto, los buitres. Despiertan la envidia de cualquier ser no volador al desplegar sus más de dos metros de ala para surcar el cielo de la Hoya de Huesca. Ellos, a su vez, envidian seguramente la fama de aquel colega que posara para Kevin Carter junto a un niño sudanés en la foto que le valió un Pullitzer y un suicidio al fotógrafo.

La última delicia del viaje será un chorizo cocido al orujo con su flama intensa en un bar de Zaragoza, mientras vemos el último concierto de Sabina en el Luna Park. El viaje termina, pero el camino no: seguimos cruzando ciclistas que van a Santiago y siento pena por ellos porque llevan más cansancio que nosotros pero dos ruedas y un motor menos.

Y por supuesto, más peregrinos. Pienso que por más de que las rutas a Santiago estén trazadas hace siglos, ellos continúan abriendo nuevos caminos. Y aunque Machado no era aragonés y su poema se gastó de tanto cantarlo, no se me ocurre mejor título para esta crónica. Porque en esta historia de emperadores, reyes, monjes, militares y peregrinos, todos hacen camino al andar.

(1) Los maquis fueron guerrilleros antifascistas, que comenzaron su resistencia durante la Guerra Civil. En 1944, entraron a España cerca de 7000 guerrilleros por el Valle de Arán y otras zonas del Pirineo.

(2). Los mallos son formaciones geológicas de impresionante tamaño. Característicos del valle del Ebro, pueden tener paredes de hasta 300 m. de alto.

Castillo de Loarre, en la provincia de Huesca (Aragón, España).

Se hace camino al andar
04_F.JPG

Borce (Francia).

04_CANON DEL ANISCLO (26) ARAGON.JPG

Un paisaje espectacular: el Cañón del Añisclo (Aragón, España).

Es tan breve el paso entre un país y otro, que será un locutor en la radio el que nos convenza de que hemos llegado a Francia. Borce, el primer pueblo, es un rejunte de casitas medievales.