Crónica política

Virtudes y limites históricos de la democracia

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Por Rogelio Alaniz

Alguna vez -no hay fechas precisas, pero ocurrió hace varios años- los hombres debieron pensar que los problemas de todos los días, eso que hoy se llama vida cotidiana o, en otro nivel, orden político, los debían resolver ellos mismos. Decir esto en la actualidad parece una obviedad o un lugar común, pero allá lejos y hace tiempo era más que una novedad, era una transgresión.

¿Que el orden político depende de la decisión de todos? Una locura. O una herejía. El orden dependía de Dios. Y al que no lo satisfacía esa explicación, debía conformarse con que al orden lo forjaba la naturaleza o lo exigía el rey; el rey con atributos absolutos, se entiende.

Se dice que los griegos fueron los primeros en advertir que era preferible elegir que depender de la decisión de un hombre o de un puñado de hombres. Claro, en esa elección no había lugar para los esclavos, pero el precedente ya quedó sentado: los hombres están en condiciones de elegir. Como se dice en estos casos: la semilla quedó plantada. Con los años, tal vez con los siglos, habrá que probar que los llamados esclavos también son personas.

La democracia es un invento de los griegos que se perfeccionará mil años después cuando la humanidad, la humanidad que después se conocería como “Occidente”, iniciara un período de renacimiento que después se llamará Ilustración, Iluminismo o modernización. ¿Y durante mil años no pasó nada? Pasaron muchas cosas, pero no son pocos los historiadores que estiman que los dos momentos claves de la humanidad se manifestaron alrededor del siglo V antes de Cristo y a partir del 1.500 d.C.

Que los hombres, más allá del color de su piel, su fe religiosa e incluso su posición económica, estén en condiciones de decidir, es una conclusión a la que -ya se dijo- no se arribó de la noche a la mañana y, por el contrario, hubo muchas resistencias para admitir algo que hoy ser reconocería sin mayores discusiones.

En principio, admitir que el destino de una sociedad depende de los hombres, implica admitir que “un hombre vale”, que cada persona dispone de una intrínseca dignidad y que su vida es sagrada. Las grandes religiones monoteístas ya habían afirmado este principio, pero ahora se trataba de hacerlo realidad en la arena política. La cosa llevó su tiempo. Todos los hombres son iguales, pero algunos somos más iguales que otros, pensaron y dijeron los más precavidos. Votar está bien, pero deben votar los que están en condiciones de hacerlo, ¿qué quiere decir eso? Varias cosas: que pueden votar los que prueben que por sus venas corre sangre azul, los que exhiban títulos de propiedad o los que sepan leer y escribir.

Pasaron muchos años y corrió mucha sangre hasta arribar a la conclusión de que el voto universal es la solución más justa o menos mala. Digamos que los argumentos de sangre y de propiedad se zanjaron con relativa facilidad, por lo menos desde el punto de vista teórico, pero quedó pendiente la noción o prejuicio de que votar es una responsabilidad que sólo la pueden ejercer los titulares del poder y no los pobres, incapacitados por su ignorancia a elegir y ser elegidos.

“El pobre no elige, se vende”, escribió hace apenas ciento cincuenta años Juan Bautista Alberdi. Por lo tanto, sólo podrá votar cuando se civilice. No vale la pena discutir esta afirmación, entre otras cosas porque en la Argentina el consenso a favor del voto universal está en los orígenes de nuestra nacionalidad y el primer antecedente se registra en 1821 en la provincia de Buenos Aires.

Claro, el voto era universal, pero no se decía una palabra del fraude. Todos podían votar en los papeles, pero a la hora de contar los votos siempre ganaba “el caballo del comisario”. Recién en 1912, con la ley Sáenz Peña, se lograrán garantizar los derechos políticos. El voto será universal, secreto y obligatorio. Con padrón oficial y control de las fuerzas armadas.

La tentación al fraude, la tentación a descalificar a los votantes, estará siempre presente, pero al principio de la igualdad quedó garantizado por ley. ¿Y el clientelismo, la manipulación, la compra de votos? Como recuerda el célebre manifiesto de la Reforma Universitaria: las heridas que quedan son las libertades que faltan. Un orden político nunca es perfecto de una vez y para siempre. Por un camino o por otro siempre existirá la voluntad del poder para manipular o burlar la voluntad popular.

Reconocerle a la persona su capacidad de elegir, significa asegurar su pasaje de habitante a ciudadano. Desde el punto de vista político, decidir que el orden se construye a partir del voto, resuelve uno de los temas más difíciles: la sucesión política.

No fue un problema menor. Antes de arribar a esta solución, la sucesión política se resolvía por la vía de la guerra o del crimen. Las elecciones instalaron la noción de que la sucesión se podía resolver pacíficamente. O, como se dijera en su momento: “Es preferible contar votos en lugar de contar cabezas cortadas”. Claro que para ello fue necesario que corriera mucha sangre y que los hombres se convencieran de que por el camino de la guerra los costos siempre eran mucho más altos y las soluciones mucho menos consistentes.

¿Es justo darle el derecho a votar a todos? De hecho todos no votan. Los menores de edad, por ejemplo, o los extranjeros. Digamos que de lo que se trata es de que vote la mayor cantidad de gente posible. Puede que el reconocimiento del voto a las grandes mayorías dé lugar a excesos, pero lo que la experiencia demuestra es que las otras alternativas son mucho más injustas.

Por otro lado, la democracia parte de un principio “ficcional” interesante: se presume que el ejercicio cotidiano del voto va a ir perfeccionando a los hombres. Hay en este punto una apuesta a favor del progreso, a favor de que los hombres, en determinadas condiciones favorables, tenderán a ser más responsables.

La apuesta puede objetarse, pero una vez más hay que insistir en que el alcance y el límite de la democracia, consiste en que coloca al hombre, al individuo, en el centro de las decisiones políticas. ¿Qué pasa cuando ese individuo no es tan libre o no es tan justo? Pregunta difícil de responder, porque no es sencillo determinar cuándo se es libre o cuándo se es justo.

¿Y el que gana las elecciones, es dueño de la razón o de alguna otra virtud moral? Se supone que debe gobernar el que obtiene más votos, pero ello no implica decir que la mayoría electoral incluye atributos morales. Nadie es más bueno o más malo por ganar o perder una elección. El gobierno de la mayoría es una decisión práctica, pero en una democracia que merezca ese nombre, la mayoría es tan legítima como la minoría, al punto que a una democracia como tal se la define no como el gobierno de las mayorías, sino como el gobierno de las mayorías controlado por las minorías.

Si hay elecciones, es porque se presume que los gobiernos no son eternos. A diferencia de los despotismos o las monarquías absolutas, la democracia concibe gobiernos temporarios que se renuevan con el voto popular. A ese proceso de cambio en el marco de la continuidad de un orden, se lo conoce con el nombre de alternancia. Votamos para cambiar un gobierno o apoyar al existente, aunque con otros candidatos. Pero básicamente votamos para cambiar.

Seguramente hay más consideraciones a tener en cuenta, pero creo que con lo expuesto queda claro que el acto electoral de mañana no cae del cielo ni brota espontáneamente de la Tierra. Hay una historia, hay un pasado de victorias y derrotas, esperanzas y fracasos, que hicieron posible que podamos elegir pacíficamente a quienes nos gobernarán, acto que podemos ejercer porque hay un orden político que garantiza nuestra dignidad como personas.

¿No alcanza? Es posible que no alcance, pero sin ese piso histórico no hay democracia ni soberanía popular posibles. Hay que tener presente que la otra exigencia que la democracia plantea a los ciudadanos es la de hacerlos responsables del gobierno que eligen o dejan de elegir. Al respecto no hay excusas: somos políticamente responsables hasta cuando renunciamos a ejercer esas responsabilidades.

Hay una historia, hay un pasado de victorias y derrotas, esperanzas y fracasos, que hicieron posible que podamos elegir pacíficamente a quienes nos gobernarán.