OCIO TRABAJADO

Del tiempo como alimento saboreado

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Estanislao Giménez Corte

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“Así es el tiempo, el tiempo desnudo; viene lentamente a la existencia, se hace esperar y cuando llega uno siente asco porque cae en la cuenta de que hacía mucho que estaba allí”

Roquentin, en “La náusea” (JP Sartre, 1938)

I

La madera húmeda, los carbones a medio apagar, las veredas rotas. Las chimeneas humeantes, el sudor insoportable, el hedor de un basural. El pelo de una mujer joven, la tapa de una vieja botella, el tabaco mojado desde anoche. La ropa tirada en el rincón inferior izquierdo de la habitación; la comida chatarra envuelta con papel aceitoso, resecándose; la mugre acumulada en el cuerpo que avanza sobre los poros y las uñas. La pobreza como un viento seco que atraviesa a las personas o como un huracán enloquecido que toma las ciudades y llega al centro. Una zona portuaria; una máquina fabril que nunca se detiene; unos golpes rítmicos en una puerta reseca por el sol. Éstas y otras, éstas y cientos de posibilidades (ya imágenes, ya descripciones, ya evocaciones) forman parte del modo en que la literatura, y el arte en general, ha trabajado con el objeto de asumir uno de sus más hondos desafíos: la alusión al pasado. Decir el pasado, pero no como memorabilia del ayer, sino como soberbia pretensión de arrastrar o de deslizar el propio tiempo; de tirar con las manos desde aquél pasado remoto -que cae sobre una persona o que sube desde su interior- y llevarlo, manso, a aterrizar en los renglones de una página. ¿Cómo lograr esa maravilla, esa “recuperación” del pasado, en la forma de escena vivísima de alguien? ¿en la asociación a un alimento, a una zona de la ciudad, a una música, a un rostro, a una palabra?. Sí; y, además, en otras cosas: en el detalle devenido generalidad; en el acontecimiento transformado en universalidad (o en algo definitivo); en el antojo individual (de ese recuerdo) devenido imagen colectiva. El caso más emblemático es la famosa “magdalena” proustiana pero, si hiciésemos un ejercicio a propósito (alguien seguramente ya lo habrá hecho), podría rastrearse ese hilo, esas migajas de Hansel, hasta encontrar muchas otras magdalenas, panes y peces, partiendo de la idea del poeta francés de las “Estampas” (Baudelaire), “la patria es la infancia”; y yendo hacia atrás, al ocaso mismo en donde la mirada no se interna.

II

En cualquier caso, parece, lo que se cuenta, lo que cuentan los alimentos ingeridos, las personas observadas, las calles atravesadas, las noches de amarse, los alcoholes respirados, las palabras recibidas, los puertos vistos, las caras reconocidas, el deterioro de los objetos, los tonos de las fotografías, es el tiempo. El tiempo como una percepción brutal que no está en la consciencia de su decurso, sino en un momento exacto en que el que algo pasó, algo muy menor inclusive, y que por motivos que desconocemos olímpicamente salta sobre nosotros, con las fauces abiertas, diez, quince, veinte años después. Es la idea de la epifanía, de la revelación, del momento inesperado en que entendemos algo, o decidimos algo, o recordamos algo como clave, como llave que abre, como puerta que insinúa después una media sombra o un ángulo difuso. Algo que fue puesto, acaso delicadamente, en el subterráneo del yo y que despierta merced a mágicos panes o frutas o tés o cervezas.

III

Hay un caso que sigue el ejemplo proustiano pero es más brutal. El “pan de centeno” que Henry Miller recuerda extraordinariamente en “Trópico de Capricornio” (1938). Allí el autor, en plan de autobiografía “demencial” (el adjetivo es mío, pero es muy usado en el libro), memora los tiempos idos y las personas a partir del pan. Ese pan, dice Miller, lleva “(...) el perfume del pretérito”. Dice: “fue en el acto de comer el pan de centeno (...) como ocurrió algo parecido a una revelación”. Dice: “con el pan de centeno el mundo era lo que en esencia es, un mundo primitivo regido por la magia”. Dice: “quiero volverme cada vez más infantil y superar la infancia en dirección contraria”.

El tiempo como cuerpo alimentado. El tiempo como alimento saboreado. ¿Yo? mis magdalenas son los panes con manteca que comíamos con mis hermanos, la leche con chocolate El Quillá, los cornalitos que preparaba mi abuelo, las populosas comidas familiares. Sí, recuerdo ese tiempo en oleadas: a cada bocado, con cada comida, vienen a mí mis pequeñas metamorfosis imaginadas, mis ansias de imitación: un pedazo de pan cuando quise ser Goscinny y Uderzo, Quino, Oesterheld, Salgari; una infusión, harinas, verduras, cuando quise ser, más tarde, Sting, Harrison Ford, Roger Waters; una botella arrebatada a los mayores y carnes cuando quise ser el tipo que describió al Ireneo e imaginó Tlon y Cortázar y Bukowski; otras ingestas a la madrugada cuando quise ser Ian Astbury, Lars Ulrich, Kurt Cobain, Milan Kundera. Quise, como tantos, ser Maradona, Alí, Robert de Niro, Robert Smith. ¿Ahora? quizás los asados sean para mis hijos sus magdalenas o panes de centeno. Yo veo en el crepitar de las llamas un pequeño acto poético; como había poesía en el toque lateral de Diego y en las páginas de Kundera describiendo al adolescente Jaromil del otro lado de la cortina de hierro. Algo vimos en esas cosas. Todavía lo vemos. Algunos días vuelve, fortísima, como melodía en ausencia, la imagen de lo que comimos y bebimos antes o después de ser asaltados por esas obras: las llevamos tatuadas, a fuego, in pectore; circulan en nuestro organismo, metabolizadas.