LIBRO DE MIGUEL PRENZ

Guerra criolla con dinosaurios

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El autor, Miguel Prenz.

Foto: ARCHIVO

 

Por Raúl Fedele

Los huesos y los huevos de los dinosaurios son caros, eso es lo primero que hay que saber, valen una fortuna. Después, que a partir sobre todo de Jurassic Park, la película de Steven Spielberg estrenada en 1993, se despertó una cierta fiebre en el interés masivo por estos animalitos extinguidos, interés hasta entonces reducido a los paleontólogos y a una secta de iniciados en otra época destinados quizás a ser alquimistas.

Después hay que saber que la Argentina es una mina de reptiles fosilizados, sobre todo en la provincia de Neuquén, en la zona que ha dado en llamarse “Triángulo de los dinosaurios”, con vértices en El Chocón, Plaza Huincul y el Centro Paleontológico Lago Barreales. En El Chocón, precisamente, en el Museo Ernesto Bachman, se encuentra el actual hogar del dinosaurio carnívoro más grande del mundo, el Giganotosaurus carolinii, de catorce metros de largo, ocho toneladas de peso y unos cien millones de años de antigüedad. Y en Plaza Huincul, en el Museo Carmen Funes, está el Argentinosaurus huinculensis, de casi cuarenta metros de largo y quince de alto, el dinosaurio herbívoro más grande del que se tenga registro en todo el mundo.

La verdadera historia moderna de estas dos maravillas y de sus parientes algo más pequeños desenterrados en la región comienza a complicarse si uno presta atención al contexto socio-económico-político, a las rencillas entre los descubridores de los restos y los paleontólogos, a los proyectos de crear una Dinosaurylandia, a las acusaciones de robos y tráficos de restos, de réplicas y de huevos (con embriones). Entramos entonces en el grotesco criollo de “La guerra de los dinosaurios en la Patagonia”, que Miguel Prenz cuenta en su libro “Gigantes”.

Los personajes se suceden sin solución de continuidad. Está Rubén Carolini, un mecánico de Hidronor, la empresa estatal que manejó la represa del Chocón hasta su privatización en 1993. Carolini andaba explorando y cazando por el desierto a bordo de su buggy naranja cuando se topó el 25 de julio de 1993 con una tibia enorme que midió con su cinturón y, como el cinturón no alcanzaba, con el agregado de un trozo de alambre. Llegó a su casa, consultó en un libro y después con entendidos y vino a saber que se trataba de la tibia del carnívoro más grande del mundo. El ranking para entonces era la del Tyrannosaurus rex, que medía ochenta y dos centímetros, pero la tibia que Carolini había encontrado tenía un metro diez. De manera que su apellido pasaría a la posteridad en el nombre de la criatura: Giganotosaurus carolinii. Y Carolini en persona salió por radio y apareció con Susana Giménez en TV, en el semanario Gente y fue tapa de la revista dominical de Clarín, con el sombrero de Indiana Jones que una de sus hijas le trajo de Disneylandia.

Pero enseguida aparecen otros muchos personajes. Varios del mundo académico, que acusaban a Carolini de fabulador. Le criticaban sus teorías, como la de que en la Era Mesozoica la gravedad de la Tierra era menor y por eso los dinosaurios podían sostener su enorme peso, o la de comparar “la fisonomía de los dinosaurios con la estructura de una grúa”. Sacaron a relucir además que los restos habrían sido encontrados por la puestera analfabeta de una estancia.

Carolini se venga de tantos rumores en un nutrida composición de versos gauchescos, de los que Miguel Prenz transcribe algunos fragmentos. Éste pertenece al momento en que el autor encuentra al fósil: “... con el buril rasgué la tierra/ con éste toqué una piedra/ que la destapé un poco/ me quise volver loco/ contactando lo que era. // Un hueso grandísimo/ más de un metro tenía/ al momento sólo sabía/ que era de una pata”.

Científicos, intendentes y museólogos se matizan en la historia con religiosos que firmemente se niegan a descender del mono, creen que Tierra tiene seis mil años y predican la teoría del creacionismo, “sostenida hoy por algunas iglesias protestantes, aunque fundada por el catolicismo que la abandonó durante la primera mitad del siglo XX”.

A la variopinta galería de personajes se suma la situación política y social, tras la mishiadura que sobrevino a la privatización de las petroleras y la ilusión de recuperar algún bienestar con la industria turística. Entre las decenas de anécdotas, está la de la forma con que El Chocón recuperó la cabeza original del Giganotosaurus en poder de Plaza Huincul, que hacía oídos sordos a los pedidos formales; fue a través de una apuesta en una mesa de juego (“no en una partida de truco -puntualiza el ganador- sino en un partido de mus, que es parecido al truco pero diferente”).

Prenz cuenta estos avatares con vivacidad, en una especie de sainete científico, un subgénero literario que podría conquistar un promisorio futuro; bastaría investigar y descubrir los entretelones de nuestro Conicet o de no pocos ámbitos académicos del país.

Carolini andaba explorando y cazando por el desierto a bordo de su buggy naranja cuando se topó el 25 de julio de 1993 con una tibia enorme.