Otras inquisiciones

Por Carlos Catania

El verdadero intelectual rehúye los debates contemporáneos: la realidad es siempre anacrónica. (Jorge Luis Borges)

Es fama que sólo los tontos y mentalmente indigestos, instigados por las obras de los grandes escritores, se muestran incapaces de cambiar su raquítica concepción del mundo. Un poeta los llamó “las eternas momias” y atribuyó a una suerte de autismo, el vacío de tales conciencias. Uno se pregunta cómo es posible permanecer inmune a leer a Kafka o a Camus. Digna materia de estudio.

Hacia 1970, me enfrenté a “Otras inquisiciones”, de Borges, que Emecé publicara diez años antes. Tengo para mí que el enfrentamiento con un libro de semejante calibre significa previamente, haberse munido de cierta voluntad objetiva sin ánimo de afrontar u oponer; algo así como un cara a cara sin prejuicios. Pero el resultado de este ejercicio cobró, en mi caso, el aspecto de una sucesión de revelaciones, algunas irritantes, otras luminosas, impulsándome a entrar en controversia conmigo mismo ante el peso de una erudición que, a un tiempo, duele y reconforta.

La semana pasada, leyendo “Las palabras y las cosas de Michel Foucault”, ensayo que según el autor nació de un texto de Borges, retomé la mencionada obra de éste y hallé la inspiración de Foucault bajo el título de “El idioma analítico” de John Wilkins. La segunda lectura de “Otras inquisiciones”, realizada muchos años después de la primera, reafirmó mi convicción de que Borges figura entre los escritores más grandes que ha dado la humanidad, con lo que, reconozco, descubrí la pólvora. Pero bueno, cada uno se ajusta a su itinerario intelectual, y si llega a destiempo es, quizás, debido a un alto grado de cautela.

En “Otras inquisiciones” el lector salta, entre otros, de Pascal a Américo Castro, de Quevedo a Oscar Wilde, de Kafka a Wells, de Beckford a Bernard Shaw, de Fitzgerald a Nathaniel Hawthorne. Años atrás, dicho sea de paso, yo había leído el excelente libro de Terence Martin, sobre Hawthorne, vertido al español en 1976, extenso trabajo que abarca vida y obra del escritor norteamericano (1804-1864). No obstante, las doce páginas que le dedica Borges me permitieron capturar muchas más ideas y conexiones literarias. Con todo respeto, no me abstengo aquí de recordar un punto básico de la estética que reza “menos es más”. Hablar de síntesis es quedarse corto.

Los breves ensayos de Borges exigen, sin duda, un examen minucioso, pues son un punto de partida hacia indagaciones, si se quiere, aclaratorias. El lector permanece en estado vigilante, tenso, ante su apabullante erudición. Pero desde la primera página, uno queda atrapado: “Leí días pasados, que el hombre que ordenó la edificación de la casi infinita Muralla China fue aquel primer emperador, Shin Huang Ti, que asimismo dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él”. Y en adelante: “Nuestro pobre individualismo”, “Avatares de la tortuga”, “Del culto de los libros”, “El espejo de los enigmas”, “El pudor de la Historia”, etcétera. Ensayos que acompañan a los dedicados a escritores, revelan, síquica y filosóficamente, el pensamiento de Borges. También sus dudas y contradicciones.

Me detuve de pronto en las páginas destinadas a Chesterton: “En este país, los católicos exaltan a Chesterton, los librepensadores lo niegan. Como todo escritor que profesa un credo, Chesterton es juzgado por él, es reprobado o aclamado por él. Su caso se parece al de Kipling, a quien siempre lo juzgan en función del Imperio Británico.

Esta acertada observación me hizo pensar en el acto protagonizado por el mismo Borges cuando se abrazó al genocida Pinochet y aventuró la metáfora de que el mapa de Chile semejaba una espada. Muchos han opinado que lo anterior fue la causa por la cual no se lo hiciera acreedor al Premio Nobel. Por lo demás, al menos durante un tiempo, contribuyó a que el escritor argentino fuera considerado con el “estigma” de Chesterton. Puede ser. No estoy seguro.

Esta nota rudimentaria que escribo, se atribuye el derecho de desconfiar de juicios apresurados. El abrazo mencionado merece, desde luego, una dolorosa reprobación. Pero por otro lado contrapongo la obra de Borges, literariamente revolucionaria, libre y profunda, que no sólo estimula el pensamiento y la imaginación, sino que ilumina sectores desconocidos de la existencia humana, y ayuda a romper los muros que impiden a la mente capturar la magia y verdad de otras realidades, sus misterios y su poesía. Es verdad que un acto no borra otro. En todo caso se le suma. Sin embargo, el Tiempo (ese gran devorador, como lo llama Shakespeare), selecciona y determina el peso de las acciones. Uno no es más que su vida. Allá vamos.

Mención especial en las inquisiciones merece “Nueva refutación del Tiempo”, ensayo donde termina diciendo: “El tiempo es la substancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo desgraciadamente, soy Borges”.