OCIO TRABAJADO

Todo lo que voy a hacer en enero

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Estanislao Giménez Corte

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I

Es nuestra tierra prometida de cabotaje. Estuvo allí nomás, está acá, ahora, al alcance de estas manos transpiradas, que fueron tachando con paciencia de orfebre los días en el calendario que me regaló el carnicero. Es el anhelo, el “por fin”, el “basta”, el “menos mal”, el “hasta cuándo” que repetimos como viejas quejosas, cada 12 meses. Enero suena siempre, antes de materializarse tras el brindis arrastrado, a promesa; y siempre, cuando agoniza, lo vemos ir con cierta desilusión de cosa ya vivida y ya vista, de algo que pasa por el cuerpo como traición que nos inflingimos, con gusto a poco.

Enero es todo lo que no tuvimos hasta ayer nomás (tiempo y... no sé ¿descanso?), una posibilidad latente, el momento crucial en el cual todas las proyecciones deben comenzar a cristalizarse merced a un plan estratégicamente elaborado. Arrastramos la bolsa de las postergaciones hasta el mismo límite y ahora hay que abrir y comenzar a ejecutar. Veamos qué tengo anotado aquí: leer al genio de WF y al capo de RP y al autor de “Tu rostro mañana”, que esperan desde hace meses; ver las películas que me faltan del sueco de la isla y del tipo que inventó el alunizaje; comer y beber con Tal y Cual y con Aquél y con Los de Antes; invitar al goleador y a la sobreviviente, y al letrador; ver con ojo desconfiado y el mayor tiempo posible los Documentos en Proceso; estar, hablar, ver a Ellos y Ellas, y a los Otros y las Otras, y a todos aquellos que “no entren en esta clasificación”; recorrer X e Y; ir a Epsilon y a Gamma y a Delta. Descansar de mí y de las manías en elaborar planes y proyectar cosas.

II

Diciembre se fue arrastrando como una babosa moribunda y cayó de fauces entre “el cansancio del año” y las cosas acostumbradas. Enero aparece, por oposición, pletórico, como todo un reverso sin fondo; aunque, en rigor de verdad, muchas veces tengamos la desalentadora sensación de que uno y otro apenas se diferencian y que la relativa excitación de fin de año (aquello de “por fin se terminó”) se desinfla gravemente las primeras dos semanas de enero, sumiéndonos en una especie de anestesia creciente por grado centígrado aumentado, trazando una distancia inimaginable entre nuestros planes elaborados en diciembre y la fuerza motriz con la que contamos post-fiestas. Comprendo ahora, con algo de preocupación, que esto se va a publicar un 3 de enero, de modo que todo lo proyectado debería haberse iniciado ya. Observo con desazón que no es así, y peor aún, que esto es, en toda su dimensión, un Dejà Vú. Pero conjuntamente a los planes de hacer las cosas viene la resaca del fin de año, el calor insoportable, una cierta inmovilidad de los miembros inferiores y superiores, un desgano existencial que es el exacto opuesto de nuestros planes hechos para “cuando podamos”. Entonces, el horror. Casi sin darnos cuenta, de repente y en breve, veremos que enero, el mes de los planes postergados a ser iniciados, corre ya en la mitad de su extensión y entonces todo, nuestra idea sobre lo que haríamos durante sus días, sufre un desajuste brutal. No hicimos nada todavía y allí, en el horizonte, va tomando forma, como un animal amenazante, el nuevo mes. Se ejecuta así, una vez más, perfecta, la trampa del mes que siempre es mucho más en nuestra imaginación que en las posibilidades y en las ejecuciones. Pero ese mes nos dice siempre otra cosa, creo, y esto es lo que nos negamos a entender: nos dice que a veces, sencillamente, el sistema necesita detenerse y el proceso, parar. Nos dice que hay que darse el tiempo de imaginar las cosas pero no hacerlas; postergar, esperar, frenar. El ansia productiva, esa manía de “las cosas que hay que hacer”, esa cosa interna de “no perder el tiempo”, o el propio gusto y placer se encuentran, entonces, en la paradoja de tener todo el tiempo posible pero ninguna gana o fuerza viable. Esa distancia tiene una suerte de aire de moraleja (aunque odiemos las moralejas). El mundo de las ideas choca de frente con la anemia acumulada. Nos cuesta demasiado el dolce far niente; lo vivimos con la angustia del que no sabe otra cosa que correr. Pero la mente ansiosa encuentra su límite en el cuerpo pesado que, sencillamente, se rebela a las proyecciones, a los cronogramas, a los horarios, a los proyectos, y le impone a la mente, por unos días, la necesaria inmovilidad, la postergada quietud, un cierto silencio, una suspensión. Vemos toda una escenografía social que pareciera, como en una pieza musical, con su tempo alterado: los movimientos y las cosas y las personas se “ralentizan”, se hacen más lentos. Salirse de ello es, por unos días, desafinar en la melodía colectiva.