La historia del santafesino que escaló el Aconcagua

“Yo sentía que estaba subiendo con mi hijo y mi mujer de la mano”

El 21 de enero Ulises Luna hizo cumbre en la montaña más alta de América. La escaló en solitario, sin guía y organizando su propia logística. Es una aventura en la que enfrentó temperaturas extremas, caminatas agotadoras y emociones muy fuertes.

“Yo sentía que estaba subiendo  con mi hijo y mi mujer de la mano”

Trekking extremo. Ulises camina hacia el campamento Nido de Cóndores (5.250 metros). En su espalda lleva una mochila que pesa 23 kilos.

Fotos: Gentileza Ulises Luna

 
 

Gastón Neffen

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Ulises Luna es de esas personas que suelen cumplir sus sueños. La primera vez que preguntó por el Aconcagua tenía 15 años. “¿Cuántas horas se tarda en escalarlo?”, consultó. La respuesta lo sorprendió: 20 días. La verdad es que poner un pie en la cumbre de la montaña más alta de América, de la forma en la que lo hizo —sin guía, sin porteador, en solitario— le llevó toda una vida de preparación y esfuerzo.

Quizás los primeros pasos los comenzó a dar cuando vendía el diario El Litoral en el kiosco de Hipólito Yrigoyen y Belgrano, para pagarse el profesorado de Educación Física. También pedaleó miles de kilómetros antes de preparar la mochila y enfrentar el pico más alto del continente. En la bici hizo la travesía de Ushuaia a la Quiaca. También de Santa Fe a la Quiaca. La aventura es un legado de su padre Norberto “El Patón” Luna, que recorrió el país en kayak y es una leyenda entre los kayakistas de la ciudad.

En el caso de Ulises, que nació en Santo Tomé, la montaña le ganó la pulseada a la bicicleta. En el 2002 hizo el curso de guía de montaña y más adelante fundó una escuela de escalada y montañismo en la ciudad (La Roca X, en el Club Azopardo). Durante diez años escaló montañas en solitario y con amigos, algunas técnicamente más difíciles que la cara norte del Aconcagua.

Hace tres años tenía todo preparado para intentar el desafío, pero una tormenta destrozó el muro de escalada de La Roca X y tuvo que invertir todos sus ahorros en repararlo. Además, la vida tiene otras prioridades: nació “Tomy”, el hijo de dos años que tiene con su mujer Mónica Fernández.

Este verano, con 40 años, encontró “la ventana de oportunidad” para hacer cumbre, que forma parte de su preparación para terminar el curso de Guía de Alta Montaña, que está estudiando en Mendoza. Llegó al Parque Provincial Aconcagua a principios de enero, con una mochila que pesaba 23 kilos y cargó 50 kilos más en la mula con la que caminó hasta Plaza de Mulas, el Campo Base del Aconcagua, a 4.300 metros de altura. La aclimatación la comenzó antes de llegar a la montaña. Escaló el cerro Penitentes (4.350 metros) en un día y también subió caminando al Cristo Redentor, un punto panorámico ideal para mirar la Cordillera de Los Andes, en la frontera con Chile.

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En lo más alto. La cumbre del Aconcagua, un lugar legendario para todo escalador argentino. Ulises llevó el banderín de su escuela de montaña.

Vivir en el Aconcagua

“Los primeros días fueron muy difíciles desde lo emocional. Las temperaturas eran de las más frías que se registraron en el Aconcagua durante los últimos 10 años y vi bajar a algunos de los mejores alpinistas que tiene el país sin hacer cumbre por las condiciones climáticas”, contó Ulises, en entrevista con El Litoral.

Mientras el cuerpo se aclimataba, con ascensos a picos más bajos, como el cerro Bonete, y descansos en campamentos de altura, a Ulises le preocupaba que la montaña no le diera una chance. A pesar de que en el Aconcagua hay escaladores de todo el mundo, se pasa mucho tiempo solo: derritiendo nieve para hacer agua —un proceso lento y muy monótono—, preparando comida (hervir unos fideos lleva más de 30 minutos) y “encerrado” en la bolsa de dormir (la que tenía Ulises es de pluma de ganso y resiste 40 grados bajo cero), con temperaturas tan extremas que congelan las botellas con agua dentro de la carpa.

Lo bueno era que la adaptación del cuerpo de Ulises a la alta montaña se destacaba en cada chequeo médico que hacía en los campamentos de altura (la presión arterial le daba igual que al nivel del mar).

Cuando cubrió en menos de dos horas, la distancia entre Plaza de Mulas y Plaza Canadá (lo normal son tres o cuatro horas), y decidió seguir hasta el campamento Nido de Cóndores (5.350 metros), se alinearon los planetas. El físico aguantaba y se abría una ventana de buen tiempo para intentar la cumbre entre el 17 y el 22 de enero. Después, el pronóstico asustaba: se venía una semana de fuertes tormentas.

Desde Nido de Cóndores, a donde tuvo que subir dos veces (una con la mochila y la otra para transportar la comida), subió al campamento Berlín a 5.850 metros, el punto que eligió para el asalto a la cumbre.

En la previa de uno de los momentos más importantes de su vida, le tocó estar solo, como cuando pedaleaba en la soledad de la Patagonia. “Llegué a Berlín al mediodía y no había nadie. Armé la carpa y me puse a derretir nieve. A las siete, salí y vi que no llegaban más alpinistas. Así que asumí que iba a estar solo”, recordó.

En la alta montaña se recomienda estar acompañado porque hay muchas cosas que pueden salir mal. La hipoxia (falta de oxígeno en la sangre, en los tejidos y en las células) afecta las funciones cerebrales y puede confundir a los montañistas. Tomar malas decisiones a esta altura suele ser mortal. También está el riesgo de sufrir edema pulmonar, pero el cuerpo de Ulises seguía bien.

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En familia. Después de bajar de la montaña, Ulises se reencontró con su mujer Mónica Fernández y su hijo Tomy.

Paso a paso

A las 5 de la madrugada partió hacia la cumbre. A los pocos minutos quedó a oscuras. Es que se congeló la batería de la linterna frontal que llevaba en la cabeza (hacía 20 grados bajo cero). “Me pude orientar porque había estudiado bien la ruta mientras pasaba la tarde en Berlín”, contó. A media mañana llegó al campamento Cólera (6.000 metros) y allí encontró otros a montañistas que “enfilaban” hacia el pico. El clima estaba impecable —incluso había poco viento— y la ventana de oportunidad seguía abierta.

Descansó un rato en el campamento Independencia y siguió, paso a paso, cada vez con más emoción. Hacía un buen rato que ya no caminaba solo: “Yo sentía que estaba subiendo con mi hijo y mi mujer de la mano, siempre estaban en mi cabeza, también mi viejo”.

Después de pasar la cueva, el lugar donde se hace el último descanso (a 6.700 metros), Ulises se dio cuenta de que llegaba y comenzó a lagrimear adentro de las antiparras, que por suerte no se empañaban. “Era una carga emocional muy fuerte —explicó—, después de tantos años de esfuerzo. Una meta personal y profesional que se estaba cumpliendo”.

Los últimos metros del Aconcagua son una lenta peregrinación. Cada cinco pasos hay que parar a recuperar el aire y se siente una sensación de ahogo constante. “La verdad es que caminás con el corazón —recordó Ulises— y en el tramo final te invade una alegría que hace desaparecer el cansancio”.

A Ulises le cuesta traducir en palabras lo que sintió al poner un pie en la cumbre. “Es intransferible y muy difícil de explicar”. Se quedó una hora en el techo de la Cordillera de los Andes, disfrutando de la vista más imponente de la cordillera, y después comenzó a bajar hacia Berlín.

El Aconcagua no termina en la cumbre. La vuelta es un momento de mucho riesgo y la mayoría de los accidentes suelen ocurrir en el descenso. Y el cansancio, que desaparece cerca del pico, vuelve y se hace más intenso. “Me concentré especialmente en este tramo. De joven hubiera bajado más rápido, pero no quería correr riesgos”, aseguró Ulises. Es parte de la madurez que llega con la experiencia, del profesionalismo y de la responsabilidad de ser padre.

En Plaza de Mulas habló con su mujer, que le dijo que se iba a buscarlo a Mendoza con Tomy. Se reencontraron en la entrada del parque, donde se hace el chek in con los guardiaparques para ingresar a la montaña. “Hice el chek out con mi hijo en brazos, fue muy fuerte para mí”, recordó.

Así cerró una aventura que empezó de muy chico, cuando se enamoró de las montañas en un viaje a las sierras de Córdoba. Pero el hechizo con el pico más alto de América sigue: “En general trato de no repetir cumbres y siempre quiero ir a nuevos lugares, pero al Aconcagua me gustaría volver”.

Los últimos metros son una lenta peregrinación. Cada cinco pasos hay que parar a recuperar el aire y se siente una sensación de ahogo constante. “La verdad es que caminás con el corazón —recordó Ulises— y en el tramo final te invade una alegría que hace desaparecer el cansancio”

 
“Yo sentía que estaba subiendo  con mi hijo y mi mujer de la mano”