Razones y proyecciones de la medida más dura del nuevo gobierno

El tarifazo

Aunque inevitable para corregir tanta insensatez acumulada, el aumento en las facturas de servicios públicos es una movida de alto riesgo. Experiencia vs. Teoría. Salarios vs. Empleo.

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“Queremos caerle duro a los empresarios que abusaron de una posición dominante en perjuicio de los argentinos”, advirtió Macri en Jujuy, donde asistió a la tradicional ceremonia del inicio del carnaval y participó del baile simbólico.

Foto: DyN

 

Sergio Serrichio

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Después del éxito obtenido con el levantamiento incruento del “cepo” cambiario y la aprobación de cerca del 60% de la población a los primeros 50 días de presidencia de Mauricio Macri, el gobierno inició la etapa más delicada de su primer año de gestión económica: el cese del fiscalmente insostenible y económicamente insensato esquema de subsidios al consumo de los servicios de electricidad, gas y transporte, que en 2015 insumió unos 220.000 millones de pesos de las arcas públicas.

Ese esquema sirvió para que gran parte de la población (en especial los habitantes de Capital Federal y Gran Buenos Aires y los de mayores ingresos) pagara apenas una fracción del verdadero costo de esos servicios, pero también para que la inversión se paralizara, deteriorando su fiabilidad y calidad y poniéndolos al borde del colapso.

Corregir esa distorsión es costoso y antipático. Los anuncios del ministro de Energía, Juan José Aranguren, sobre las facturas de electricidad, que en promedio se cuadruplicarán y para algunos usuarios podrían llegar a multiplicarse por ocho, son apenas un anticipo y serán seguidos por los aumentos en el gas y, seguramente, aunque la oportunidad y el ritmo sean más inciertos, en el costo del transporte público.

La amenaza inflacionaria

Hay dos reacciones diferentes frente a este fenómeno. Ambas son válidas. Lo importante es cuál de las dos prevalecerá. La primera, intuitiva, mayoritaria y basada en la experiencia, es la del salto de precios y espiral inflacionaria.

Distintos estudios estiman el aumento del gasto promedio para un hogar típico en el uso de estos servicios en unos 600 pesos mensuales. Para una canasta de consumo también promedio, esto agregaría unos cinco puntos porcentuales, y por eso hay quienes estiman que la corrección tarifaria aumentará, por sí sola, en cinco o más puntos la tasa de inflación de este año.

De hecho, el efecto puede ser mucho peor en una economía que arrastra una inercia de más de diez años de tasas de inflación de dos dígitos y en la que expectativas y conductas tienden a la sobrerreacción. La prueba de fuego será la próxima ronda de paritarias salariales, en la que el gobierno buscará que la pauta no supere el 25% anual, meta que hizo explícita el ministro de Finanzas, Alfonso Prat Gay, y que Macri forzó aún más hacia abajo cuando dijo que la inflación podría estar “más cerca del 20%”.

Se trata, sin duda, de expresiones voluntaristas. Hasta mentirosas, si no fuera porque -pese a la incredulidad que generan- de ser creídas podrían arrimar al resultado. Hay en esta paradoja algo de economía y mucho de política. Es obvio a esta altura que el gobierno se propuso una política económica gradualista, de ir haciendo importantes correcciones (la salida del cepo y unificación del mercado cambiario y el sinceramiento del costo de los servicios públicos son las primeras) buscando preservar el nivel de actividad, de modo de acotar el costo político.

La combinación políticamente más digerible para lograrlo es una caída leve del salario real, resguardando el nivel de empleo privado, y que éste pueda repuntar en la segunda mitad del año, a partir del aumento de la inversión, tanto interna como externa. Sin una fuerte corriente de inversiones, no se podrán sostener -y mucho menos, aumentar- ni los ingresos ni el empleo. Esta tensión entre salarios y ocupación fue mencionada expresamente por Prat Gay, en lo que los gremios vieron una amenaza (en cierto modo, lo fue) a la “clase trabajadora”.

Reorientación de gastos

La segunda interpretación del tarifazo, cercana a los manuales de teoría económica pero no a la casuística de las últimas décadas, es que un aumento de los servicios públicos “por única vez” es, más que un aumento del nivel general de precios (esto es, inflación), una “corrección de precios relativos”. Quien extremó esta interpretación fue Javier González Fraga, no casualmente una suerte de “maestro” de Prat Gay, quien llegó a afirmar que el aumento de los servicios públicos es, en verdad, antiinflacionario, pues, al reorientar el gasto, restará presión sobre otros consumos.

Los candidatos son obvios: ahorrar energía, comer menos afuera (quienes aún lo hacían), saltear más el “delivery”, correr o hacer ejercicio en las plazas en vez de ir al gimnasio, ver cómo gastar menos en telefonía celular, en el cable, en internet. Todas cuitas de clase media para arriba. El impacto sobre los sectores de menores ingresos estará parcialmente amortiguado por la “tarifa social”, que alcanzará a unos dos millones de usuarios/familias en un país con más de diez millones de pobres. Sin dudas: será doloroso. Pero lo peor -para la gestión Macri, pero también para la población- sería entrar en una espiral inflacionaria ascendente.

Los dos frentes

Por de pronto, el gobierno debería maximizar sus esfuerzos en defensa de los que menos tienen con acciones que morigeren el precio de los alimentos, en especial los más sensibles al consumo popular, como la leche y la carne. No basta con explicar la insensatez de doce años de kirchnerismo y su ley de derribo de vacas, tambos y frigoríficos, o de blandir sin convicción la amenaza de importar. Hace falta allí una creatividad y eficacia que ni el ministro de Producción, Francisco Cabrera, ni el de Agricultura, Ricardo Buryaile, parecen tener.

Otra gestión antipática en desarrollo es el arreglo con los “buitres” y “holdouts” para superar el default técnico en el que la Argentina entró a mediados de 2014, reducir y estabilizar el “riesgo-país” y así abaratar el crédito y bajar el umbral a partir del cual los proyectos de inversión se hacen viables.

Ambos frentes estarán sujetos a la crítica del kirchnerismo, como mostraron con insuperable necedad dos ex funcionarios.

Alejandro Vanoli, ex titular del Banco Central, criticó el despido de 47 empleados de la entidad (entre ellos, su pareja y uno de sus hijos) y dijo que “no hay política monetaria” contra la inflación. Es el mismo Vanoli que en 2015 alimentó la inflación con una expansión monetaria de 44% anual y que en sus tres últimos meses de gestión cebó ganancias especulativas en el mercado del “dólar-futuro”, a cuenta del BCRA. Dos bombas de tiempo que su sucesor, Federico Sturzenegger, aún está desarmando. ¿Y la designación de familiares? Es práctica habitual en el sistema financiero, respondió Vanoli sin que se le cayera la cara.

Por su parte, Axel Kicillof, quien como ministro de Economía en enero de 2014 devaluó el peso al tuntún y a fin de evitar el desmadre de su propia creatura, instauró un subsidio a los salarios más altos para la compra del dólar “oficial”, criticó al gobierno por la inflación y su efecto sobre la pobreza. Antes negaba la primera y no quería contar pobres para no “estigmatizarlos”. Ahora los redescubrió como diputado. Kirchnerismo puro.

El gobierno debería maximizar sus esfuerzos en defensa de los que menos tienen, con acciones que morigeren el precio de los alimentos.

No basta con explicar la insensatez de doce años de kirchnerismo y su ley de derribo de vacas, tambos y frigoríficos.