La vuelta al mundo

Patricio Aylwin

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El expresidente chileno durante una alocución en la Casa Rosada.

Foto :Archivo El Litoral

Por Rogelio Alaniz

Patricio Aylwin murió casi al borde de los cien años de edad. Tuvo una larga vida dedicada a la política en las filas del Partido Demócrata Cristiano, partido que contó entre sus filas a políticos de la talla de Eduardo Frei, Bernardo Leighton, Radomiro Tomic, por mencionar a los próceres de la guardia vieja. En esa galería de prohombres, Aylwin fue uno de los más destacados: siete veces presidente de su partido, senador, funcionario y el primer presidente de la complicada transición política iniciada en 1989.

Lo conocí a Aylwin en 1988. Viajé a Santiago de Chile como enviado de El Litoral y junto a dirigentes políticos argentinos de todos los sectores. En esos días intensos, compartimos mesas de café, actos públicos y recepciones protocolares con Oscar Alende, Antonio Cafiero, Estévez Boero, Alberto Maguid, Simón Lázara, José de la Sota, Bernardo Salduna, Rubén Cardoso, Federico Storani y Alfredo Bravo, entre otros. Con los muchachos de la FUA compartíamos veladas menos protocolares. Recuerdo de aquellas jornadas a Hugo Marcucci y el Choco Díaz, alojados en un hotel de menos de una estrella, donde la instalación más importante era el comedor y su generosa bodega.

Patricio Aylwin fue el protagonista central de aquellas jornadas. Como titular de la Concertación de Partidos para la Democracia, era el político que atendía las conferencias de prensa, además de lidiar con los militares y los partidos de la derecha chilena. La Concertación era una coalición formada por los partidos opositores a la dictadura. El dato más importante de esa alianza lo representaba el acuerdo entre el Partido Socialista y la Democracia Cristiana. Los entendimientos deben haber sido fuertes, porque la Concertación, con sus idas y venidas, sigue gobernando en Chile hasta el día de la fecha.

Aylwin, entonces, andaba por los setenta años. Era un político veterano, respetado y, como todo político de ley, controvertido. Como senador de la República había expresado las posiciones más críticas al gobierno de la Unidad Popular. “Entre una dictadura marxista y una militar, elijo la militar”, había dicho en una ocasión. No terminó allí la cosa. Aylwin fue el político que junto con Frei rechazó las últimas mediaciones del cardenal Silva Enríquez en busca de un acuerdo parlamentario con los socialistas para salvar la democracia.

Caído Allende, tanto Frei como Aylwin apoyaron al régimen militar, e incluso sancionaron a dirigentes democristianos que en el exilio intentaban vertebrar una resistencia común con la izquierda. Sin embargo, el romance con los militares duró poco. La ilusión de fuerzas armadas que daban un golpe de Estado breve y devolvían el poder a los civiles, se disipó pronto. Pinochet y los suyos habían llegado para quedarse.

Para 1980 la relación de los militares con la Democracia Cristiana estaba rota. En un célebre acto público en el Teatro Caupolicán, Frei y Aylwin criticaron con dureza al régimen militar y manifestaron haber sido estafados y humillados. Años después, Aylwin declarará a la prensa: “Reconozco que me equivoqué de medio a medio. Siento mía la tragedia abierta en Chile, pero también debo decir que combatí con fiereza a la dictadura”.

Para 1989, Aylwin era la figura visible de la resistencia chilena a la dictadura. Inteligente, práctico, moderado pero muy claro respecto de sus objetivos democráticos, se lucía en las conferencias de prensa en la que literalmente era bombardeado por periodistas de todas las tendencias. Su aspecto era el de un abogado confiable o el de un integrante de alguna comunidad parroquial. Discreto, sobrio, ajeno a cualquier arrebato demagógico, se expresaba con la precisión de un jurista que cuida sus palabras, pero no elude sus compromisos.

Chile de 1973 no era el de 1989. Los años y las desgracias habían dejado sus enseñanzas. Así como la Democracia Cristiana admitía que se había equivocado brindando la base civil para el golpe de Estado, los socialistas y los partidos de la Unidad Popular también reconocían sus errores. Todos querían salir de la dictadura, pero nadie quería retornar a la Unidad Popular, ni siquiera los comunistas, cuyo principal dirigente de entonces, Volodia Teitelboim, privilegiaba la salida democrática de la Concertación por encima de cualquier otra estrategia.

Lidiar con la transición en esos años no era un trámite sencillo. La dictadura, además de rigurosa, era popular. En los días del plebiscito, los observadores contemplamos las populosas manifestaciones por la Alameda de los seguidores de Pinochet. Eran verdaderas multitudes y de todas las clases sociales. La consigna de una dictadura representativa de un puñado de oligarcas enfrentada a todo el pueblo, se caía por su propio peso. El pinochetismo era algo más que eso, y esa realidad se notaba en la calle, se palpitaba en cada uno de los rincones de la política. Chile estaba dividido por la mitad, y la transición a la democracia se haría necesariamente acordando con los militares.

De todos modos, la Concertación se impuso. Primero derrotó la pretensión de Pinochet de quedarse hasta 1997 y luego le ganó las elecciones a los candidatos de la derecha: Hernán Buchi y Francisco Javier Errazuriz. Aylwin asumió la presidencia de Chile sabiendo de antemano que el jefe de las fuerzas armadas sería Pinochet. En uno de sus primeros discursos habló de bregar por la justicia “en la medida de lo posible”. Hasta el día de la fecha, sus opositores más radicalizados le reprochan esa frase. Él, por su lado, nunca se rectificó. Efectivamente, consideraba que sus palabras eran un tributo a la realidad en un régimen de poder donde Pinochet se sentaba a su lado.

Sin embargo, tuvo el coraje civil de constituir la Comisión de la Verdad. Para esa tarea convocó al dirigente radical Raúl Rattig. Por supuesto, Pinochet protestó y los militares amenazaron con movilizarse, pero esta vez no pudieron torcerle el brazo a Aylwin. El Informe Rattig estableció un número de 3.200 víctimas de la dictadura. El presidente organizó un acto público para dar a conocer las conclusiones de esta investigación y en la ocasión dijo: “Me atrevo en mi calidad de presidente de la República, a asumir la representación de la nación entera para, en su nombre, pedir perdón a los familiares de las víctimas”.

Aylwin, nunca disimuló sus objetivos. Jamás un gesto, una frase demagógica, ni un retroceso respecto de su objetivo de avanzar hacia un Estado de Derecho. “Nada de lo que dije en la campaña electoral, lo dije para sacar votos. Todo lo que dije, grato e ingrato, porque también dije cosas que eran antipopulares, lo plantee porque creo que corresponde a lo que hay que hacer. En definitiva, sigo creyendo que en este país debe de haber verdad y justicia”.

Alguna vez dijo que era difícil ser presidente con Pinochet respirándole en la oreja. Sin embargo se las arregló para lidiar con todos los inconvenientes, fue habilidoso para defender sus espacios y trabajar con una izquierda que aprendía con rapidez las lecciones de los nuevos tiempos. Su gobierno de coalición fue ejemplar. Respetuoso de la ley, de sus aliados y de los ciudadanos. Allí hubo lugar para socialistas y radicales. Sin ir más lejos, Ricardo Lagos fue en esos años ministro de Educación. Cuando concluyó su período entregó los atributos del poder al nuevo presidente electo, el hijo de su entrañable amigo, Eduardo Frei.

El actual gobierno de Chile declaró tres días de luto por su muerte. En su velorio estuvieron todos, sus correligionarios, pero también los principales dirigentes socialistas, incluso el más radicalizado, Carlos Altamirano. Sus adversarios más duros, los comunistas, se hicieron presentes para despedir al hombre que siendo un anticomunista confeso no vaciló en lidiar por la legalidad de este partido. La derecha chilena estuvo en la ceremonia fúnebre a través de sus dirigentes más reconocidos. Todo Chile, en definitiva, le rindió honores al hombre que con sus aciertos y errores representó el momento culminante de la recuperación democrática, luego de casi dieciséis años de dictadura militar.

Aylwin nunca disimuló sus objetivos. Jamás un gesto, una frase demagógica, ni un retroceso respecto de su objetivo de avanzar hacia un Estado de Derecho.