ESPACIO PARA EL PSICOANÁLISIS

El “ídolo” adolescente

Por Luciano Lutereau (*)

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En el artículo “Sobre la psicología del colegial”, Freud establece algunas precisiones relativas al vínculo entre el joven y sus maestros. En particular, destaca que “con éstos nos unía una corriente subterránea jamás interrumpida [...]. Los cortejábamos o nos apartábamos de ellos; imaginábamos su probable inexistente simpatía o antipatía; estudiábamos sus caracteres y formábamos o deformábamos los nuestros, tomándolos como modelos”. No obstante, la relación no era simplemente de admiración, sino que también incluía otro aspecto: cierta animosidad, que justifica su condición ambivalente.

El diagnóstico es preciso. Es habitual todavía oír, en reuniones de adultos ex alumnos de un colegio, que se dediquen conversaciones a recrear el temperamento de los docentes, tanto en lo bueno como en lo malo, es indistinto, ya que lo fundamental es la función que este interés ocupaba. La respuesta freudiana es inequívoca: sobre los profesores se desplaza la sustitución de la serie edípica y, con mayor énfasis, la figura del padre. “El padre es identificado como el todopoderoso perturbador de la propia vida instintiva; se convierte en el modelo que no sólo se querría imitar, sino también destruir”.

Por esta vía, con los educadores de la adolescencia se revive un conflicto generacional que explica, según Freud, por qué siempre se los suele ver como más grandes de lo que son. He aquí el dato que inicia el artículo en cuestión: la sorpresa producida cuando, a través de los años, se advierte que aquéllos a quienes se los creía tan lejanos, en realidad estaban más cerca de lo pensado: “Es ésta la causa de que, por más jóvenes que fuesen, nos parecieran tan maduros, tan remotamente adultos. Nosotros les transferíamos el respeto y la veneración ante el omnisapiente padre de nuestros años infantiles”.

Ahora bien, cabría preguntarse si acaso la interpretación edípica de este fenómeno no es parcial, dado que junto a los maestros encontramos otras figuras que también sirven de “modelos” a los jóvenes y que difícilmente podrían ser reconducidas a la sustitución del padre. Es el caso, por ejemplo, de los rockstar o actores o personajes culturales que ocupan un lugar de fascinación y encantamiento. Sería abusivo decir que los jóvenes quisieran parecerse a sus maestros, como sí encontramos que la apariencia ocupa un lugar destacado con los “ídolos”.

Con respecto a estos últimos, una opinión de sentido común (incluso en la teoría del psicoanálisis) los concibe desde el punto de vista de la idealización; sin embargo, ésta sería una orientación reductiva. No alcanza con pensar que el joven deposita en estas figuras todo lo quisiera ser. Este tipo de proyección no daría cuenta de un fenómeno capital: el carácter protector que se les asigna, por el cual el adolescente se rodea de imágenes (en remeras, pósteres, etc.). En este sentido, cabe asignar al ídolo el papel que se le asignaba en las formaciones de culto; tal como lo destacara J.P. Vernant en su libro sobre “Figuras del otro”: el ídolo siempre participa de rituales (en nuestros días: recitales, festivales, encuentros multitudinarios, etc.), y su apariencia tiene un valor de conjuro y mediación.

Antes que el “ideal” freudiano, que fundamenta la constitución de una masa, el ídolo cumple un valor personal, que permite mantener a distancia las exigencias de la realidad efectiva; pero su función no sólo es evasiva, ya que intensifica una zona de libre juego de la imaginación. Por esta deriva, se esclarece el papel de la fantasía en la adolescencia. Si para Freud, esta última era una continuación del juego infantil, podríamos preguntarnos si esta coyuntura no es parte de un mundo que inhibe la acción a adolescentes y los fuerza al repliegue en el sueño diurno. Lo mismo podría decirse respecto del énfasis que suele ponerse en el recurso al desarrollo de teorías. La erotización del pensamiento en los jóvenes parece más la consecuencia de una sociedad uniformadora, que desestima el acto y, hasta concluida la escuela secundaria (incluso a veces la universidad), relega la singularidad del sujeto.

De regreso a una idea de Vernant, es importante subrayar que es un reduccionismo llano no tener presente el modo en que la sociedad contemporánea (a diferencia de la polis griega, cuya equivalencia entre pares siempre admitía la excepcionalidad) requiere la homogeneidad. “¿Tanto te cuesta ser normal?”, era la frase que una madre solía decir a un adolescente; en la que trasunta cómo la paridad es entendida como semejanza. Como respuesta a esta expectativa, es significativo apreciar que la idolatría adolescente es una forma de resistencia virtuosa. De acuerdo con este lineamiento, se pone en acto un modelo que no tiene el efecto aplastante del ideal freudiano (al que, por ejemplo, se debe la causa de la represión), sino que promueve la capacidad de tomar una posición, asistida desde ese intermediario que es el ídolo, que no es ni joven ni viejo, ni padre ni hijo, que a veces puede ser exitoso, pero también fracasado; porque, en última instancia, no es ninguna de sus propiedades la que cuenta, sino la imagen que porta, en la medida en que es una imagen de imagen, ese otro íntimo que sostiene el cuerpo.

(*) Doctor en Filosofía y Magíster en Psicoanálisis (UBA). Docente e investigador de la misma Universidad. Autor de los libros: “Celos y envidia. Dos pasiones del ser hablante” y “La verdad del amo”.

 

Sería abusivo decir que los jóvenes quisieran parecerse a sus maestros, como sí encontramos que la apariencia ocupa un lugar destacado con los “ídolos”.

Con los educadores de la adolescencia, se revive un conflicto generacional que explica, según Freud, por qué siempre se los suele ver como más grandes de lo que son.