Cervantes y el idioma

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por Antonio Camacho Gómez

En “La responsabilidad del escritor”, el poeta Pedro Salinas expone algunos interrogantes como: ¿tiene o no tiene el hombre como individuo, el hombre en comunidad, la sociedad, deberes inexcusables, mandatarios, en todo momento con su idioma? En defensa de éste, responde con claridad y sin circunloquios de la siguiente manera: “No es permisible a una comunidad civilizada dejar su lengua desarbolada, a la deriva, al garete, sin velas, sin capitanes, sin rumbo”.

Esas palabras marcan una posición comprometida con la herramienta más significativa de comunicación y entendimiento que poseen los hombres, que utilizan los pueblos y cuya preservación de bastardeo, la pobreza expresiva, la limitación del vocabulario, la adulteración de la norma inherente a su esencia, constituye una necesidad indispensable. Así lo entienden cuantos desde Nebrija a Cuervo, desde Valdés, en su famoso “Diálogo de la lengua”, a Julio Casares, por citar a algunos gramáticos y tratadistas de prosapia dentro de una pléyade de preceptistas, estudiosos e inquietos luchadores por la conservación, brillo y pureza del lenguaje común, están directamente vinculados con la causa imperial del castellano. Robustecido por la simiente vivificante de las voces americanas y abierto, pluma del alma en el decir de Cervantes, a los términos que la ciencia, la técnica, el arte, el progreso en general, generan copiosa y permanentemente.

Pero si es lícita y conveniente la incorporación de voces nuevas a la lengua milenaria nacida con las glosas de San Millán y Silos, impulsada por el condado de Castilla, auténtica realidad política origen de una nación, y a la que el autor del Quijote, de andadura universal, jerarquizó produciendo una obra múltiple que lo sitúa a la cabeza de las letras hispanas y entre los primeros puestos de las universales, no lo es cuanto ello implica alguna forma de corruptela idiomática. Extranjerismos innecesarios, deformación de vocablos, destrucción de la sintaxis, desinterés por la prosodia, indiferencia por la ortografía, son los males corrientes que muchas veces se procura justificar por pereza mental, abulia correctiva, despreocupación generalizada, intereses espurios, que también los hay.

No se trata de salvaguardar un academicismo a ultranza, de acotar el lenguaje con cerrazón purista, lo que conduciría a su empobrecimiento, o de pretender el uso de un castellano elitista, el de esa aristocracia idiomática formada por los mejores poetas de la comunidad lingüística a que se refiere Amado Alonso, sino de evitar la agresión constante que lo deteriora y lo corrompe en su calidad de bien espiritual y vehículo incomparable de relación interpersonal. Y esto es lo primordial en la fecha en que se celebró el Día del Idioma recordando la triste jornada del 23 de abril de 1616 en que pobre y solo, murió Miguel de Cervantes Saavedra, novelista, dramaturgo y poeta, que había escrito: “Puesto ya el pie en el estribo, con las ansias de la muerte, gran señor, ésta te escribo...”. En realidad, el autor de las Novelas Ejemplares, cuyo cuatricentenario del fallecimiento recordamos, murió el 22 de abril de una hidropesía y fue enterrado el 23, con pocos días de diferencia de su par inglés Shakespeare, de cuya desaparición también se cumplen cuatrocientos años.

En este tiempo conflictivo por cuestiones vinculadas con la economía, la política, la inobservancia total o parcial de los derechos humanos, veintiuna naciones unidas por el lazo armonioso de una misma lengua, de un léxico común, el que cada día interesa más en países tan poderosos y diferentes como la Unión soviética y los Estados Unidos, deben bregar por limpiarlo de impurezas que separan y degradantes formas de expresión.

Extranjerismos innecesarios, deformación de vocablos, destrucción de la sintaxis, desinterés por la prosodia, indiferencia por la ortografía, son los males corrientes que muchas veces se procura justificar por pereza mental, abulia correctiva, despreocupación generalizada.