Una reflexión sobre la felicidad

Por Alejandro Francisco Musacchio

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Si hay algo que cualquier persona responderá ante la pregunta acerca del mayor anhelo para su existencia, es la de “alcanzar la felicidad plena”. Sin embargo, definir conceptualmente la palabra felicidad se ha convertido en una tarea de siglos para el hombre, quien todavía no es capaz de arribar a un significado contundente y universalmente aceptado. Y es que en el fondo de la cuestión, ser feliz no parece ser un estado de igual implicancia para cada uno, sino que aparenta estar más relacionado con la particularidad propia del ser vivencial.

Cada quien construye la felicidad a su manera, con los instrumentos de los que dispone y que han sido puestos en sus manos para afrontar la cotidianeidad. Precisamente, cuando el ser humano se aboca a la tarea de encarar los retos que se le van presentando, concentrándose sólo en eso, es cuando mayor dicha experimenta. Pero basta con pisar el freno y preguntarse “¿soy feliz?”, para automáticamente comenzar a enfocarse en las miserias y carencias que atañen a nuestra vida y terminar ensayando una respuesta negativa que desanima y desesperanza.

Este fenómeno de bienestar ante la focalización en resolución de cuestiones, ha sido descripto por el psiquiatra húngaro-estadounidense Mihály Csíkszentmihályi como “fluir”, aludiendo a dicho término como un modo de explicar aquellos momentos en los que la conciencia de la persona está ordenada y atenta en la tarea de superar desafíos e incrementar las habilidades propias para resolver las distintas situaciones que se le van presentando. Con ello se comprendería la frase “el tiempo vuela”, cuando estamos disfrutando de una actividad o momento en el que está centrada toda nuestra atención. El concepto opuesto a ello es el de entropía psíquica, que alude al retraimiento hacia el interior y la sensación de infelicidad ante la autoconciencia de las carencias o limitaciones que cada quien experimenta en su vida personal.

Así, la felicidad parece ser más un ideal al que se apunta, que un estado concreto propio del sujeto. Por ello es tan difícil definirla. Por ello resulta tan común y normal su confusión e identificación con la alegría, siendo esta última una emoción efímera que, como todo en este mundo, tiene un principio y un final; es decir que su duración está acotada a un espacio temporal. Nadie puede estar alegre todos los días del año en cada momento. Entonces, mientras la alegría es una emoción, la felicidad es un ideal al que siempre se apunta pero no se puede alcanzar de manera plena porque no es algo concreto en sí mismo. Igualmente, el mero hecho de que el ser humano intente durante toda su vida hacerse con este ideal, genera de por sí dicha al conferirle sentido a su existencia.

Las metas que la persona se va trazando en el diario peregrinar serían las estaciones que la conducen hacia la felicidad, pero no la constituyen en sí misma. Cuando se cumple con un objetivo, de inmediato la mente requiere de un nuevo desafío para ordenarse y volver a encontrar un significado que permita seguir transitando el vivir cotidiano. Permanecer en la meta como un fin último de felicidad genera sensación de vacío, y nueva búsqueda una vez que aquella es alcanzada. Por eso el ideal, si bien nunca es logrado, es una fuerza capaz de crear un horizonte que orienta los pasos de cada uno en un camino que le otorga sentido a la experiencia.

Las personas más felices parecen ser aquellas que aceptan la vida que les ha tocado y se deciden a afrontar los desafíos con decisión y esperanza, más allá de las limitaciones propias y de los circunstancias que puedan surgir de modo particular. En este mundo moderno capitalista y materialista, que distrae al hombre con la promesa de ilusiones y de placeres inmediatos que supuestamente lo conducirían hacia una vida de felicidad plena, la clave radicaría en situarse en una perspectiva amplia que permita observar, disfrutar y agradecer lo bello que nos es regalado todos los días. Y a ese propósito, aceptar los retos cotidianos como un permanente estímulo al crecimiento de nuestro ser, sin preocuparnos tanto por aquello de lo que carecemos o que nos aqueja.