Crónica política

¿La era de la cleptocracia?

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Por Rogelio Alaniz

La cascada de episodios de corrupción que sacudieron a la opinión pública esta semana, pone en evidencia que la mugre política del régimen kirchnerista alcanza a todos los estamentos del poder, desde el más empinado al más modesto. En efecto, no sólo De Vido, López, Báez, el Morsa Fernández o Boudou están afectados por esta ola justiciera impulsada por jueces -muchos de los cuales parecería que recién hoy se anoticiaron que el destino de las causas judiciales no son los archivos- sino que la casualidad o la causalidad también incluyó a un modesto puntero kirchnerista detenido por traficante de drogas en Villa Lugano, con lo que se confirma que más que promover una justa distribución de la riqueza, el poder K promovió una “justa” distribución de la corrupción.

Tal vez esa suerte de socialización por el delito explique el silencio sugestivo, cuando no cómplice, de los supuestos militantes K, para quienes lo sucedido parecería reducirse a una maniobra perversa de los operadores macristas, cuando no otra maniobra solapada del señor Magnetto. En términos históricos no deja de llamar la atención el silencio obsecuente de las huestes juveniles de la Señora, sobre todo comparados con sus ancestros de la generación del setenta, quienes con sus errores y alucinaciones, no tuvieron reparos en su momento de denunciar al propio Perón cuando descubrieron que el viejo manipulador y camandulero los había hecho entrar por el aro con el cuento del socialismo nacional y la guerra revolucionaria.

Por el contrario, lo que predomina en el caso de los actuales botarates es el silencio cómplice, la indignación no contra sus jefes sino contra quienes los denuncian con las pruebas en la mano; la alienación ideológica y la obsecuencia servil. Las tímidas manifestaciones de algunos dirigentes políticos condenando lo sucedido, están más impregnadas de oportunismo que de buena fe, salvo que alguien crea que señores como Alperovich, Manzur, Insfrán o Closs están sinceramente preocupados por la corrupción.

Tal vez les asista una cuota moderada de verdad a ciertos acongojados analistas políticos, melancólicos simpatizantes del pasado régimen kirchnerista, cuando sostienen que la corrupción no ha sido una invención de sus jefes políticos. Por el contrario, se trataría de un vicio algo inocente que parece recorrer nuestra historia como una liviana desgracia que, en todo caso, no convendría demasiado agitar, porque además de no ser un problema fundamental ha sido instrumentado por los poderes tradicionales para desestabilizar a los denominados gobiernos populares.

Lo que esta visión “militante” de la realidad se niega a admitir, en algunos casos por ceguera o alienación política, en otros, por un empecinamiento que se confunde con intereses que poco y nada tienen que ver con las ideologías, es que en los últimos años -o, si se quiere, en las dos o tres últimas décadas- la corrupción dejó de ser un fenómeno episódico, el producto de alguna debilidad humana, de la picardía de un puñado de funcionarios y políticos inescrupulosos, para transformarse en una realidad sistémica, en una red de intereses ilegales articulada desde el vértice de un poder con capacidad para promover una eficaz transferencia de recursos desde el sector público a intereses privados que, en este caso, ejercen el monopolio del poder público.

A modo de consuelo podríamos admitir que las calamidades que hemos sufrido en las dos últimas décadas no son muy diferentes de las que padecen países como Brasil, Venezuela, Perú, México, Nicaragua, por mencionar algunos de los más destacados. Calamidades que, dicho sea de paso, también azotan a sistemas políticos mucho más estables que los nuestros, como son los de Italia, España o Grecia, con lo que se confirma la hipótesis de que uno de los riesgos que acechan a nuestras democracias contemporáneas es la corrupción concebida, ya no como un episodio aislado o marginal, sino como un fenómeno estructural alrededor del cual se subordinan y someten todas las otras variables de la política.

Es en este contexto que ha adquirido entidad un tradicional concepto acuñado por los griegos, quienes para referirse a gobiernos cuya actividad central es el saqueo de los recursos públicos “inventaron” la palabra “cleptocracia”, situación que se constituye cuando una banda de ladrones invocando causas políticas -incluso, causas políticas prestigiadas- se instala en la cima del Estado instituyendo un régimen en el que los exclusivos favoritos son el mandatario, su familia y sus amigos.

El politólogo Stanislav Andreki definió a la cleptocracia como “la explotación sistemática de enriquecimiento personal que ofrece el gobierno, moderada por el amiguismo y exacerbada por el gangsterismo”, una conceptualización cuyo inevitable carácter genérico no nos impide distinguir, en el resplandor del relámpago, el cinismo ponderativo alrededor del funcionario que roba pero hace o la jactancia altiva y algo patética de la abogada exitosa.

Que la corrupción como un singular modelo de acumulación de riquezas y degradación del orden político no es un fenómeno nuevo que cayó sobre estas playas desde algún lugar del espacio estelar, lo prueban las denuncias elaboradas por diferentes politólogos y periodistas, quienes desde los años noventa advirtieron sobre los riesgos de robar para la corona o acerca de las tragedias que nos esperaban si no se movilizaban energías morales e institucionales para impedir que los gobiernos se transformen en lo más parecido a una asociación ilícita.

A la calificación de cleptocracia de la versión peronista de los años noventa, que se conoció como menemismo, y cuyas manifestaciones más escandalosas se popularizaron con el nombre de “swiftgate”, “yomagate” y ventas de armas a Croacia, le sucedió pocos años después el régimen peronista de los Kirchner que, a decir verdad, perfeccionó y estilizó este modelo de acumulación organizado desde el centro del poder y que en su momento denunció con su habitual precisión conceptual el profesor Luis Alberto Romero.

En la misma línea corresponde destacar la labor implacable y hasta obsesiva de Elisa Carrió, cuyas denuncias planteadas desde los inicios mismos de la gestión K parecen confirmarse punto por punto y nombre por nombre. Las imputaciones acerca de su estado mental recuerdan a las descalificaciones que los representantes del régimen militar hicieron contra las instituciones de los derechos humanos en un tiempo -claro está- en el que nadie sospechaba que algunas de sus principales representantes iban a ser corrompidas por el régimen K.

Tal vez una de las estridentes paradojas de nuestra vida política se exprese, entre otros espasmos, en el empecinamiento de los ruidosos apologistas del kirchnerismo que se presentan como la antípoda del orden menemista, cuando los datos de la realidad se empecinan en demostrar la identidad profunda de ambos sistemas políticos que, más allá de sus diferencias retóricas e incluso culturales, mantienen una íntima vinculación en lo referente al ejercicio del poder y la adhesión a un modo de acumulación político y económico de carácter cleptocrático.

Corresponderá indagar a continuación si este orden cleptocrático extendido por casi toda América Latina es la manifestación viciosa de una claque política o, por el contrario, el Estado como tal ha sido colonizado por estas prácticas políticas, una colonización que incluye hábitos delictivos cuyas manifestaciones no hacen más que poner en evidencia la naturaleza profunda de la crisis del actual orden político. Es que atendiendo a la profundidad y extensión del mal, puede afirmarse, con escaso margen de error, que estamos ante uno de los mayores desafíos de la democracia, ya que si la emergencia de gobiernos cleptocráticos persiste, la continuidad de la democracia y la república, tal como la concibieron nuestros padres fundadores, queda en tela de juicio.