El incidente literario

El peregrinaje de la biblioteca

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No se trata de atesorar el saber, sino de codificar nuestras búsquedas, las inquietudes que nos desvelaron, los libros que nos permitieron ver aquello que no hubiéramos visto sin ellos. Foto: Archivo El Litoral

 

por Santiago de Luca

A la memoria de Edgardo de Luca. Y a su lúcida biblioteca.

Pasan los años y, silenciosamente, nos invaden diferentes objetos que se van apoderando de nuestro espacio. Algunos de estos objetos son muy eficaces y nos han alivianado tareas y permitido ganar tiempo. Sin embargo, en esta lucha por la extensión, nada va a reemplazar a la biblioteca. Una biblioteca que ha sido formada por los años nos dice, tiene la forma de nuestros días y obsesiones. No se trata de tener una importante cantidad numérica de libros o ejemplares caros o rarezas. La biblioteca es nuestra divinidad disponible en los momentos necesarios y que tiene su propio ritmo, la danza de las plantas y los espectros.

Ordenarla es ordenarnos a nosotros mismos y, también, como se ha dicho, practicar la crítica. No se trata de atesorar el saber, sino de codificar nuestras búsquedas, las inquietudes que nos desvelaron, los libros que nos permitieron ver aquello que no hubiéramos visto sin ellos. Quien, después de muchos años reencuentra en su biblioteca, un libro con antiguas dedicatorias y su propio subrayado sobre líneas olvidadas, como una fotografía pasada de su alma, agradece la literatura y las bibliotecas, esos animales que se despliegan en nuestro espacio devorando las paredes de nuestras casas. La verdadera “culpable” de la casa tomada. Los arquitectos deberían comenzar diseñando el jardín y la biblioteca. La arquitectura como la expresión de la felicidad y el pensamiento.

Pero las bibliotecas caminan y se desplazan. Pasan de una generación familiar a otra y, a su vez, llegará el día en que nuestros libros se dispersen y nos abandonen para que continúe el ritmo de la vida. Por esas curvas laberínticas de la vida (que vistas en perspectivas nunca son tan azarosas) heredé una parte de la gran biblioteca de mi tío, Edgardo (además del recuerdo de largas conversaciones). Cuando suceden estas cosas uno percibe la importancia de la biblioteca personal y de aquello que se juega en sus pliegues.

La primera sensación fue la intuición de la vastedad de su inteligencia y las líneas que dibujó con sus libros; el proyecto fracasado (como todos los buenos proyectos) de aprehender lo real desde sus lecturas. La segunda sensación al desplegar los libros que pertenecieron a una misma biblioteca, a una estructura única, fue que uno tiene sobre las manos un planeta, un cosmos. Su hija Valeria me explicaba el mapa. Acá la literatura inglesa y francesa, allá los ensayos, del otro lado historia y el periodismo, en la otra pared los diccionarios... Y así uno se funde en un agradable laberinto que no hay que agotar sino que transitar con alegría.

Además, las bibliotecas también van generando con su respiración un influjo sobre el entorno a lo largo de los años. Mi prima Luciana, otra de las hijas de Edgardo, cuenta que aprendió a leer literatura a medida que alcanzaba los estantes de la biblioteca. “Todo lo que leí fue lo que alcanzaba, según iba creciendo. Para mí, la biblioteca es mi papá. Yo aprendí sobre las alas de Ícaro por un libro de mitología. Todavía tengo esas hojas sueltas en algún lado. Todos los jueves, durante la primaria, me traía un libro nuevo. Lo escuchaba llegar por el pasaje, escuchaba las llaves y sabía que venía el libro”. El poder de una biblioteca es infinito. En Pablo, otro de los hijos de Edgardo, el papel se transformó en música y hoy es uno de los grandes músicos que tiene la ciudad. La profesora Griselda Tessio escribe sobre el tiempo y el espacio de la biblioteca: “La biblioteca es un gran cubo de tiempo resguardando lo que suponemos es el saber pero también es una caja de espacio que invade cada vez más territorios”. Y termina su escrito “Ordenar la biblioteca” de la siguiente manera: “En las tardes de invierno, con la lámpara ya encendida y escuchando los pájaros que vuelven a sus nidos, mi biblioteca, aún en desorden, es la caverna originaria, el lugar de los relatos antiguos, el madero que salva de las aguas heridas aún abiertas”. Apretando ese madero, yo imagino el símbolo de la biblioteca de mi tío de diferentes maneras. Una de ésas es un barco hecho de tiempo y papel que atravesó los días, silencioso y secreto, para llegar a diferentes puertos, diferentes destinos, iluminando aquello que fecundaba. Fue una biblioteca la que le dio un destino a Alonso Quijano. Fue la biblioteca con sus libros de caballería la que produjo la mutación en Don Quijote y mejoró la realidad. La biblioteca, de papel y presente frente a los ojos, es el instrumento que permite tallarse de la manera más parecida a lo que se soñó. Claro que nada es gratis y todo tiene un costo. Los libros no son inocentes. En el centro de la historia que narra la novela “El nombre de la rosa” hay una biblioteca. El pupilo Adso comenta sobre la fructífera exploración de la biblioteca con su maestro Guillermo de Baskeville mientras descubre (gracias a la biblioteca) que Ibn Hazm define el amor como una enfermedad rebelde o que Abu Bakr-Muhammad Ibn Zakariyya identifica la melancolía amorosa con la licantropía, en la que el enfermo se comporta como un lobo. La biblioteca es un viaje: “Ya he dicho que nuestra exploración se desarrolló de una parte buscando la clave de aquel sitio misterioso y de la otra demorándonos en las salas cuya colocación y cuyo tema íbamos consignando, para hojear todo tipo de libros, como si estuviéramos explorando un continente misterioso o una terra incógnita. Y en general esa exploración se realizaba de común acuerdo, deteniéndonos ambos en los mismos libros, yo llamándole la atención sobre los más curiosos, y él explicándome todo lo que yo era incapaz de entender”. Por el continuo viaje construido con los libros, saludo el recuerdo de la biblioteca de Edgardo.