Como si fueran la últimas horas

A sus libros de cuentos y a la nouvelle “Cielos de Córdoba”, el escritor Federico Falco suma ahora un volumen con cinco cuentos, “Un cementerio perfecto”, que acaba de publicar Eterna Cadencia.

Textos. Enrique Butti.

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Federico Falco (General Cabrera, 1977) es uno de los más destacados exponentes de esa generación de la literatura argentina que ha sabido hacer acopio de las audacias más potables de nuestras letras del siglo pasado decidiendo a la vez rescatar los aspectos constitutivos más sólidos de la narrativa clásica. A sus libros de cuentos y a la nouvelle “Cielos de Córdoba” suma ahora un volumen con cinco cuentos que acaba de publicar Eterna Cadencia.

El cuento que da título al libro, “Un cementerio perfecto”, narra los avatares del constructor de cementerios Víctor Bagiardelli en el pueblo Coronel Isabeta. El intendente de la localidad quiere algo especial para enterrar a su padre que sobrevive a los 104 años. El hombre es ya casi una momia, y cuando lo llevan a visitarlo, Bagiardelli lo alienta susurrándole al oído: “Resista. Le voy a hacer el cementerio más hermoso que alguna vez haya visto. Le voy a construir un cementerio perfecto”. Inesperadamente la momia se incorpora e increpa al hijo: “¿Éste quién es?”. Días después el anciano le confesará a Bagiardelli que el hijo lo odia, que disimuló hasta que cumplió los 80 años pero después empezó a mostrar la hilacha. Y le escupe al ingeniero Bagiardelli: “Así que ni vale la pena que se apure con ese cementerio, lo que es yo no me voy a morir nada. ¿Está claro?”. A este primer conato de rebeldía seguirán otros, sobre todo el del concejal Romero, un mecánico que desde abajo de la camioneta que está arreglando declara con contundencia oponerse al plan del cementerio. Bagiardelli, aunque celebrado por una larga lista de cementerios distribuidos a lo largo de la República, se ha propuesto coronar su vida en este pueblo que cuenta con un lugar insuperable, un cerro que el ingeniero ya sueña bordeado de un bulevar de plátanos, con su capilla blanca, sus pinos y araucarias, el manto verde donde acomodar las tumbas, el rosedal blanco para los angelitos y los bebés nonatos, el osario entre álamos, los sauces llorones que acaricien las lápidas y un gran roble frondoso en la cima. Una caballuna pero comprensiva secretaria del intendente y otros lugareños completan la romería que acompañará el calvario que deberá sufrir el ingeniero en el afán por concretar su obra maestra.

Los cuentos de “El cementerio perfecto”, narrados en tercera persona, se detienen en el corte de una vida y en un acontecimiento crucial de esa vida, en los minuciosos días de un destino que después continuará en un rumbo que podemos vaticinar. Falco nos cuenta ese lapso de un destino (y del de los ricos personajes marginales que pueblan sus cuentos) con una precisión alejada del fatuo minimalismo y del fatuo objetivismo bajo los cuales cayeron atrapados en los últimos tiempos varios de nuestros jóvenes escritores. La escrupulosidad de la escritura de Falco pareciera más bien seguir el precepto que Borges repetía haber aprendido de Dante: narrar el momento en que un hombre se encuentra con su destino. Ese momento podrá estar situado en medio de lo cotidiano y de lo banal que constituye la vida humana pero literariamente debe tener la carga del iceberg oculto o la densidad de esas descripciones que en un velorio se nos hace de las últimas horas o días del hombre que yace en el cajón fulminado por un ataque o un accidente. Hay en Falco personajes bien concebidos, anécdotas cautivantes, diálogos integrados con fluidez a la narración sin solución de continuidad y una deliciosa galería de figuras y situaciones excéntricas pero nada raras para los ambientes campestres o provincianos en que se instalan sus historias

En “La actividad forestal”, el mejor cuento del volumen, esa exuberante (y a la vez sobria) escritura llega a su máxima tensión en la historia de Mabel y su padre, obligados a abandonar su casa porque están abatiendo el bosque donde viven. La unión de Mabel con un japonés que trabaja en los alrededores y la internación del padre en un geriátrico se presenta como la única solución posible, pero el padre se escapará del hospicio de lujo para volver a ver los árboles amados que ya no existen y Mabel no resigna su aversión hacia el oriental que no deja de cortejarla y aconsejarle que sepa relajarse.

Párrafo aparte merece el cuento que retoma al personaje y a las situaciones que Falco había trabajado en el que se conocía hasta hoy como su mejor cuento, “En Utah también hay montañas”. La complejidad que interviene en esa reescritura (“Silvi y la noche oscura”), con variaciones como la aparición de la figura del padre, la religiosidad de la madre y la puntillosa escena sobre la iniciación sexual de la protagonista, redundan en detrimento de las sugerencias que en la primera versión reflejaban eficazmente la turbación de la protagonista adolescente.