Budismo y disputa política en el Tíbet

Por Rafael Cañas (EFE)

La religión budista sigue siendo un campo de disputa política en Tíbet, la región autónoma china donde la población se mantiene muy fiel a sus creencias mientras Beijing busca mantener sus ramificaciones políticas bajo control.

China afirma que respeta la religiosidad tibetana pero a la vez prohíbe los símbolos o imágenes del Dalai Lama (al que considera un líder político independentista). Los grupos de exiliados denuncian la intrusión gubernamental en la libertad religiosa y la prohibición de su líder religioso.

El viaje que un pequeño grupo de corresponsales extranjeros realizó recientemente a Tíbet mostró una parte de la complicada maraña que hay detrás del ejercicio de la fe religiosa tibetana.

Tíbet es un territorio abrumadoramente religioso. Es normal encontrar por las aceras a personas de etnia tibetana rezando y girando sus ruedas de oraciones mientras caminan.

El núcleo de esta religiosidad es el templo de Jokhang, en el centro histórico de Lhasa, cuyos orígenes se remontan al siglo VII y es considerado el más importante y sagrado por la población.

Mucho antes de amanecer, grupos de fieles se postran repetidamente (a veces durante horas) ante la fachada del templo, mientras otros caminan dando vueltas al gran edificio mientras rezan, siempre en el sentido de las agujas del reloj (algunos lo hacen arrastrándose). Otros se sitúan en la puerta ofreciendo chales ceremoniales a Buda.

El templo alberga estatuas muy especiales, entre ellas la más venerada en Tíbet, la de un Buda Sakyamuni que, según la tradición, la princesa china Wengcheng llevó de regalo cuando viajó a Tíbet para casarse con el rey Songtsen Gampo, fundador del imperio tibetano en el siglo VII e introductor del budismo en el territorio.

Tíbet alberga casi 1.300 monasterios y templos budistas, algunos de los cuales tuvieron un papel destacado en los violentos disturbios de 2008, situación a partir de la cual Beijing incrementó su ya estricto control de la región autónoma.

Los monasterios y conventos, “que fueron los elementos más activos de la resistencia al dominio chino, han estado sometidos a una vigilancia severa”, afirma John Jones, activista de Free Tibet, una organización con sede en Londres.

Jones añade que los monasterios están obligados a ondear banderas chinas y que monjes y monjas “son forzados a admitir que Tíbet es una parte inalienable de China y a denunciar al Dalai”.

La posición formal del gobierno chino es que defiende la libertad religiosa dentro de la Constitución (que establece la unidad del país) y de la búsqueda de la unidad social. También insiste en que el Dalai busca la independencia tibetana.

“Todos los tibetanos disfrutan de libertad religiosa... todos los monasterios pueden mostrarles esa libertad”, manifiesta el vicepresidente del gobierno regional tibetano, Bianba Zhaxi.

Por ello, a pesar de su ateísmo oficial, el Partido Comunista de China se ha arrogado la capacidad de decidir cuál será la próxima reencarnación del Dalai Lama.

Tal vez para evitar que China use la próxima reencarnación para instalar un líder proclive a Beijing, el actual conductor del budismo tibetano ha sugerido repetidamente que podría no reencarnarse y ser el último Dalai Lama, posibilidad que rechaza categóricamente un gobierno chino formalmente ateo.

El ostracismo al que se somete al Dalai en China quedó ejemplificado durante la visita de un grupo de corresponsales al palacio de Potala, su antigua residencia oficial, cuando uno de ellos consultó a la guía si los turistas preguntan por el exiliado líder religioso. En ese momento, un responsable de la oficina de Asuntos Exteriores del gobierno regional autónomo tibetano comenzó a exclamar “tenemos que irnos, no hay tiempo”.

Tras insistir los informadores en que querían una respuesta, la guía se limitó a decir, de modo evasivo, que muchos de los visitantes (la inmensa mayoría son chinos) no conocen ni al budismo ni al Dalai, y que a los escasos que preguntan les señala que vivió en el palacio durante veinte años hasta que se marchó del país.

En este sentido, Jones denuncia “la continua denigración” del líder religioso por parte de Beijing, a la vez que el intento de las autoridades de cortar sus vínculos con la población tibetana.

El viaje de corresponsales, uno de los pocos realizados por periodistas foráneos desde los disturbios de 2008, no visitó monasterios pese a las promesas iniciales, y algunas excusas para no hacerlo (“estaban lejos, la carretera estaba bloqueada por desprendimientos”) resultaron ser mentiras.

Varios de los informadores intentaron ir desde el lugar donde se encontraban (en la ciudad de Nyinghi, unos 450 kilómetros al este de Lhasa) al cercano monasterio de Lamaling, pero un coche patrulla de Policía interceptó el taxi en el que viajaban y les obligó a volver a su hotel.