La mirada de un periodista santafesino que asistió a los funerales de Castro

Fidel, plátano y fresa

El ejercicio de la lectura me ha puesto por delante innumerables veces a Fidel Castro. Biografías, libros de historia, noticias, artículos de opinión, panfletos, hasta folletería turística. La noticia de su muerte generó un impulso casi incontenible: hay que viajar a Cuba y vivir con los cubanos el momento.

Fidel, plátano y fresa

Cada cubano sintió íntimamente la necesidad de ir a despedir al líder de la revolución.

Foto: DPA

 

Juan Manuel Berlanga

[email protected]

Desde La Habana, Cuba

Tras una escala en Lima, que dio tiempo para un desayuno y algún que otro cigarrillo en un sector del aeropuerto peruano al que llaman “el sushi” (ya que en horas de almuerzo y cena ofrecían dichos rollitos asiáticos), a las 15,45 hora cubana, ya estaba haciendo fila para cambiar dólares en CUCs. La demora en la transacción monetaria sirvió para hacer migas con un venezolano con quien terminamos compartiendo taxi, tras una acalorada discusión (del venezolano) con el taxista sobre el precio del viaje. “Si acá no regateas el precio, o creen que eres rico, o creen que eres tonto”, me dijo mientras cargábamos el equipaje.

Lo que tardó el viaje en “carro”, más el tiempo que ocupé en acomodar los bolsos en la habitación que me alquiló una familia, en un departamento tres pisos más arriba del que vive una argentina casada con un cubano, conocida de un amigo, me obligaron a apurar el tranco por la avenida Vedado, destino a la Plaza de la Revolución, para no perderme ningún detalle.

Durante la caminata apurada reconocía en las fachadas de las casas esas postales que el ojo de cualquiera tiene vistas aunque, como es mi caso, nunca haya estado antes en La Habana. Esos celestes, esos rosados, esos colores desgastados por el paso del tiempo y la falta de recursos. Esas casonas señoriales que en algún tiempo pertenecieron a los antecesores ricachones de los que hoy gritan “dictadura” desde Miami. Todo igual que en las postales. Todo igual que en las películas. Pero con muchas banderas de Cuba y posters de Fidel y del Che, adornando los frentes.

Primeras impresiones

Al día siguiente me enteré que el señor que me había “rentado” el dormitorio en su “apartamento”, había sido el economista que manejó durante años los fondos del Ministerio de Salud del gobierno de Fidel. Tomando un café por la mañana le manifesté mi sorpresa por haber visto tantos médicos en la Plaza de la Revolución. “Seis mil médicos por año se gradúan, sin contar los de la escuela de las américas, que vienen de todo el continente ahora a estudiar acá”, me contó.

Casi un tercio de la marea humana que se hizo presente esa noche llevaba guardapolvo blanco. Médicos y médicas, maestros y maestras, asistentes de salud. Una cosa es leerlo, otra es verlo. Ahí, en la multitud. Vivirlo.

Mientras todavía intentaba reconocer el paisaje, retener las imágenes de las esquinas, congelar los movimientos de las viejas máquinas de los 50 que hoy son carros públicos, la pulsión del periodista me llevaba a tener las primeras tímidas charlas con los ocasionales caminantes que iba cruzando. Las charlas eran cortas. No por falta de cortesía de los entrevistados, sino porque las lágrimas ganaban lugar en los ojos y las gargantas se llenaban de nudos. “Se ha muerto nuestro padre”, me dijo una señora que, a pesar del calor, iba emponchada con una vieja bandera nacional.

En la plaza

A pesar de que ya una multitud se encontraba en los alrededores, extrañamente pude llegar casi hasta el frente mismo del atril que hacía las veces de escenario central. En la plaza cubana no había banderas gigantes de las que se elevan con cañas gruesas y sogas que hacen de tirantes. No había bombos ni instrumentos de percusión. No había cantitos de esos que nos sabemos todos. No había agrupaciones políticas con distintivos. No había amontonamientos. Y a pesar de la cercanía de los cuerpos uno podía trasladarse, aún hacia los lugares más expectantes de cercanía a los oradores.

El locutor oficial no daba aún comienzo al acto oficial, pero los primeros aplausos comenzaban a aparecer ante la llegada de algunos presidentes que aparecían en escena Y tomaban lugar en las sillas dispuestas para la ocasión. Entre aplauso y aplauso pude seguir registrando charlas: “Fidel nos enseñó a ser vanguardia. A ser cada día más revolucionarios. Éramos un pueblo muerto. Fidel nos llenó de maestros, de médicos, de vida”, me dijo Nilda, una señora de unos 70 años que ante mis preguntas me abrazó, tal vez para descansar un rato de tanto tiempo parada, tal vez porque se dio cuenta que ya a esa altura la congoja generalizada ya me había contagiado un poco la angustia de saber que yo también había perdido a un ser querido. Justo en ese momento las pantallas gigantes enfocaron a Nicolás Maduro tomando lugar. La multitud estalló en aplausos. Nilda y yo también aplaudimos.

Esos largos discursos

A cada discurso de Fidel (lo mismo ocurría con Hugo Chávez) los críticos denostaban su excesiva duración. En el día en que se conmemoró su muerte, aprendí, entre otras cosas, que el pueblo cubano escucha. ¿Eran muy largos sus discursos? Pues, muy largas eran las ganas de escuchar que tenían los presentes. Ante cada intervención de los presidentes, el silencio era total. Personalmente contenía el impulso de seguir preguntando ante el temor del reproche o la indiferencia.

Mientras un mandatario terminaba y otro empezaba me topé con Francisco. Unos 30 años, moreno, muy parecido al “Don Ramón” del Chavo del 8. “Nadie obliga a este pueblo a estar aquí. Estamos despidiendo a nuestro padre, a nuestro guía. Todo lo que tenemos se lo debemos a la Revolución. Vamos a seguir los principios que nos legó, fiel a sus ideas”. Empezaba a hablar el mandamás de Sudáfrica y Francisco ya desviaba su atención hacia el escenario.

Disimuladamente, como si alguien me estuviera observando, seguía alejándome del escenario, buscando ya cualquier cosa para comer. Ni bien terminó su discurso el sudafricano, junté coraje y le pregunté a un tipo de unos cuarenta años, con sombrero de paja Y dos banderines de Cuba atrapados en la cinta, si sabía dónde podía comprar una botella de agua (no me animaba a decirle que en realidad buscaba un sánguche o cualquier cosa masticable). “¿Comprar? ¿Aquí?”, me devolvió la pregunta.

Ante mi silencio volvió a preguntarme “¿No te has traído nada?”. Le iba a explicar que recién llegaba, que sólo había desayunado en Lima y que cuando llegué dejé los bolsos y salí corriendo para no perderme nada, pero sólo atiné a decirle “no”. Levantó del suelo una bolsa de nilón y de adentro una botella de gaseosa recargada con agua Y me convidó. Yo tenía más hambre que sed, pero un trago de agua también ayudaba en ese desierto de gente.

Me preguntó de dónde era y me contó que se llamaba José Antonio García. Le expliqué que era periodista mientras prendía el grabador de voz de mi celular para registrar la charla. “Desde pequeño estoy en esta plaza. De pequeño con mi padre, Y solo desde que soy grande. La plaza es el lugar en donde vivimos los grandes momentos de nuestro país. Y los que vivimos en La Habana, o cerca de aquí, venimos sabiendo además que somos la representación de toda Cuba, porque no todos los cubanos pueden venir hasta aquí por la distancia”.

Ahí descubrí no sólo que no había olor a choripán y que todos los presentes llevaban su bolsita con comida y bebida, sino que no había cruzado ningún colectivo estacionado, o “guagua” como le dicen los cubanos. Dos cosas en las que claramente somos mejores en Argentina.

Me quedé largo rato al lado de José Antonio. No porque en su bolsa de nilón blanca hubiera manjares y esa botella de agua, sino porque su charla era amable, interesante y su silencio ante cada orador, respetuoso y atento. Sino porque también se animó a hablar de las carencias, de lo que les falta, de lo que les pesa sobrellevar en la diaria. “Es verdad que no vivimos como nos gustaría vivir en todos los aspectos. Pero las conquistas de la Revolución nos dan la alegría y la fe en que cada vez vamos a ser mejores. Seremos como el Che. Es lo que aprendemos en la escuela. Es lo que repetimos a lo largo de nuestra vida. Y es lo que tenemos que intentar hacer cada día. Fidel decía que el Che era el hombre nuevo, que era un hombre que había nacido antes de lo debido. Ahora se unen el Che y Fidel en el cielo para que puedan velar juntos por América Latina. Y nosotros somos los responsables de saber sobrellevar el presente, porque así nos lo enseñaron estos dos adelantados”.

“No va A cambiar nada”

Seguí alejándome del centro de la escena hasta que encontré un improvisado centro de prensa en el Teatro Nacional. SI bien aún no estaba acreditado, mi rostro famélico y mi actitud suplicante torcieron la voluntad del guardia de seguridad que me acompañó hasta adentro y me permitió comprar una lata de gaseosa cola cubana y las croquetas de pescado y salsa blanca más ricas que probaré en mi vida.

Mientras el acto seguía me senté en las escalinatas del teatro al lado de una familia que seguía atentamente los discursos. Cuando terminé de tragar el último bocado, prendí otra vez la grabadora de voz y le pregunté al hombre a mi lado: “¿Qué cambia ahora?”. “No va a cambiar nada. Porque sabemos lo que hemos logrado. Ningún chico pasa hambre. Ningún chico deja de estudiar. Ningún chico se queda sin acceso a la salud. Ningún adulto tiene hambre Y todos tenemos acceso a la salud. Podemos hacer nuestra vida libremente, caminar por las calles de nuestra ciudad sin temor. Nadie nos asalta, nadie nos mata, nadie nos roba... ¿En cuántos países del mundo se puede vivir así? ¿Que nos faltan cosas? Claro, pero imagínate si no tuviéramos más el bloqueo que nos impide desarrollarnos...”.

Me quedé sin preguntas que hacer. La esposa me preguntó de dónde era y agregó: “Tú que vives en un gran país como es Argentina, que es uno de los países que más se ha logrado desarrollar en América Latina... ¿No abandonarías todas las comodidades que tienen a cambio de que, mañana mismo, todos los chicos crezcan sanos, bien alimentados, vayan a la escuela, tengan atención médica de primer nivel y que todos ustedes puedan caminar por la calle tranquilos sin que nadie les haga nada?”

Sólo atiné a hacer una mueca afectuosa y busqué la mirada de los dos nenitos de la familia. Estaban clavadas en la latita de cola vacía que aún tenía en la mano. Me puse de pie, le volví a pedir al señor de la puerta que me deje entrar al centro de prensa. Compré tres latitas. Una de cola, otra de limón y una de fresa y plátano. Volví adonde estaba la familia. Le dije a los chicos que elijan la que más le gustaba. Me dejaron la de fresa y plátano para mí, y cuando la probé me di cuenta de por qué la habían descartado. Encima estaba medio tibiona. Ya había terminado de hablar Raúl Castro.

El camino de vuelta se hizo el triple de largo. Cuando llegué al departamento descubrí que desde las dos ventanas de mi habitación podía ver de un lado el malecón y del otro la plaza de la Revolución. Y me senté a escribir estas líneas, con la esperanza de que cuando alguien las lea, buscando conocer algo sobre Fidel, sepa de primera mano lo que piensan cada uno de los cubanos que me crucé este día histórico. Y para que si vienen a Cuba, le hagan caso a esos dos pibes, y no elijan la lata de plátano y fresa. ¡Hasta la victoria, siempre!

Daise Y Clara

  • De repente la sensación de un nudo en el estómago me recordó que no sólo todo el contexto provocaba síntomas en mi cuerpo. Aquel desayuno en el aeropuerto de Lima en “el sushi” era lo único que había comido en todo el día. Buscando ganar algún blanco por uno de los laterales que me permitiera alejarme del espacio central, pero que me lleve a un carro de choripanes cubano me topé con Daise Cantón Romero. Alta, delgada, con el pelo trenzado en cientos de pequeñas rastas que daban forma a un rodete alto y unos ojos negros también llenos de lágrimas me obligaron a detenerme, acercar el celular y grabar una conversación. “Fidel no se fue, está representado en cada uno de los que estamos en esta plaza y que estaremos en cada minuto y en cada lugar que nos requiera la Revolución”. Daise me contó que trabajaba en Bio Cuba Farma, la industria farmacéutica que produce los medicamentos que se reparten gratuitamente en los hospitales. “El bloqueo criminal de Estados Unidos nos impide conseguir materia prima vital para la salud de nuestro pueblo. Y no te estoy hablando de la falta de productos de consumo que nos alegrarían la vida como dulces o electrónica, te hablo de química básica que hace que mueras o sigas vivo”.

Clara, una médica que estaba junto a Daise acotó: “Nosotros, como país, somos todo lo contrario. El internacionalismo de Cuba en los médicos, representa lo que es la revolución: la solidaridad. No repartimos médicos por el mundo porque nos sobran, lo hacemos porque somos un pueblo solidario. Ayudamos a países hermanos a salvar vidas”.

La charla se interrumpió con el comienzo de una canción en homenaje a Fidel por los altoparlantes. Las pantallas mostraban a varios artistas locales que habían participado en su grabación. Al finalizar las palmas enrojecieron de aplausos Y vivas a Fidel. Inmediatamente el locutor oficial dio inicio oficial al evento e invitó al presidente de Ecuador, Rafael Correa, a hacer uso de la palabra. Nuevamente la ya millonaria multitud estalló en aplausos. Lo propio haría con cada uno de los presidentes que subieron al estrado, aunque es justo señalar que Correa, Maduro y Evo Morales fueron por lejos, los más ovacionados.

14-2-20161201-636162227912016757.jpg