El síndrome del presente perpetuo

Con el agua al cuello

Durante tres años consecutivos, la provincia de Santa Fe y otras áreas del país sufrieron el impacto de las inundaciones. Mientras tanto, otras regiones padecen graves sequías. Nadie puede estar a salvo de las consecuencias del cambio climático. La situación interpela a los gobiernos y a las sociedades en su conjunto.

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Una imagen que se viene repitiendo durante los últimos años en gran parte del territorio del país. Foto: El Litoral

 

José Curiotto

@jcuriotto

En una Argentina acostumbrada a lidiar con una atmósfera de permanentes urgencias, donde el síndrome del presente perpetuo se impone y ahoga cualquier intención de pensar de manera conjunta en el mediano o largo plazo, el fenómeno del cambio climático se convierte en un desafío perturbador.

A principios de diciembre pasado -hace apenas cinco o seis semanas-, la falta de lluvias afectaba a los sectores productivos de las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba y La Pampa. Ahora, gran parte de esas tierras se encuentra bajo agua, debido a un período de precipitaciones que algunos se empeñan en seguir denominando “extraordinarias”.

Sorprende que la situación sorprenda. Durante 2015, las lluvias provocaron situaciones dramáticas en importantes regiones de la provincia de Santa Fe. Por entonces, funcionarios del gobierno explicaban que desde el aire el departamento Garay se veía prácticamente como un único y gigantesco espejo de agua. En mayor o menor medida, la escena se repetía en gran parte de Vera, General Obligado, San Javier y en algunos distritos de los departamentos San Cristóbal, 9 de Julio, Castellanos y San Justo.

Con el inicio de 2016, el mismo drama asoló a gran parte del territorio provincial. La cuenca lechera enfrentó momentos dramáticos, mientras la ciudad de Santa Fe debió afrontar un escenario inédito de 20 días consecutivos de lluvias, acompañados de crecidas históricas de los ríos Paraná y Salado.

Ahora, la situación se repite. Productores desesperados, emprendimientos aniquilados, ciudades anegadas, pérdidas colosales -el gobernador Miguel Lifschitz las estimó en 20.000 millones de pesos, sólo en esta provincia-, rutas cortadas, reproches políticos cruzados, esfuerzos desperdigados y decisiones inconexas.

En este contexto, intendentes de Santa Fe y Córdoba acaban de pedirle al gobierno nacional que interceda ante las provincias, para que se elabore un plan hídrico maestro en común. Para este tipo de desafíos, no existen límites geográficos, diferencias jurisdiccionales, ni alineamientos partidarios.

A estas alturas de las circunstancias, no se puede alegar ignorancia. Las evidencias científicas y empíricas sobre las consecuencias del cambio climático resultan abrumadoras. Nadie puede escapar a los efectos del fenómeno. No existe refugio alguno, por lo que sólo queda enfrentarlo de la mejor manera posible para mitigar el impacto.

Datos globales y nacionales

En 2014, la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de los Estados Unidos (Noaa, por sus siglas en inglés) y la agencia espacial Nasa anunciaron que acababa de registrarse el año más caluroso de la historia a escala planetaria.

Pero no se trató de un hecho aislado. En 2015 se batió un nuevo récord mundial de temperatura. Y en las últimas horas, acaba de confirmarse que en 2016 se volvió a romper el récord. En lo que va del siglo XXI, los récords históricos (desde 1880, cuando comenzaron a llevarse registros confiables) se produjeron en 2005, 2010, 2014, 2015 y 2016.

Según la Noaa, la temperatura global de la superficie terrestre para 2016 fue de 1.43 grado centígrado por encima de la media del siglo XX. Hace 40 años (desde 1977) que se viene superando el promedio de temperatura anual del siglo pasado.

En este escenario, algunas regiones sufren atroces sequías, como gran parte del África meridional. Los países más afectados fueron Malawi, Angola, Zambia, Zimbabwe, Mozambique, Madagascar y Lesotho. Mientras que en otras zonas las lluvias vienen generando graves inconvenientes: lo que sucede en el centro-este de la Argentina se replica en otros puntos del planeta, donde se baten récords históricos de precipitaciones.

Hace apenas cuatro meses, el Banco Mundial elaboró un informe donde se advertía que “las inundaciones son el mayor desastre natural que amenaza a la Argentina, y representan el 60% de los desastres naturales y el 95% de los daños económicos”.

El mismo documento planteaba: “Una comparación visual entre la distribución espacial de la deforestación y los eventos de inundaciones sugiere que las mayores inundaciones ribereñas ocurren en regiones deforestadas... Los canales de drenaje que se construyeron en los humedales con el fin de reducir el riesgo de inundación, cambiaron la hidrología y produjeron mayores escurrimientos que resultaron en más inundaciones y sedimentación”.

Frente a estos datos, resulta llamativo que este tema haya estado ausente -al menos hasta ahora- en el debate público-político nacional. Salvo contadas excepciones -la ciudad de Santa Fe puede contarse entre ellas-, no parece que se haya comprendido la gravedad, ni la urgencia del problema.

Es verdad que la miopía de quienes debieron adoptar decisiones en materia de infraestructura durante los últimos años agravan las consecuencias del flagelo. Algunos de los que hoy levantan su dedo acusador deberían pedir disculpas y guardar un silencio respetuoso. Pero lamentarse por lo que no se hizo de poco sirve.

El inmenso espejo de agua interpela y refleja las dificultades que hasta ahora existieron para comprender la situación y alcanzar acuerdos que permitan planificar para el mediano y largo plazo.

La realidad exige respuestas consensuadas, inteligentes y urgentes. Los efectos del cambio climático parecen irreversibles. Lo que aún resta saber, es si los gobiernos y la sociedad en general serán capaces de reaccionar a la altura de las circunstancias.

El futuro es hoy. La responsabilidad, también.