Análisis

Adormecidos

por José Curiotto

@josecuriotto

Quizá suene paradójico, pero la reiteración de malas noticias suele generar en gran parte de la sociedad una suerte de somnolencia colectiva que termina aniquilando la capacidad de asombro.

Sólo así puede explicarse que la reciente detención de un policía procesado por la balacera a la casa de un gobernador de la provincia de Santa Fe -en plena democracia- haya pasado para muchos prácticamente desapercibida.

En primer lugar, el ataque contra el domicilio particular del entonces gobernador Antonio Bonfatti, ocurrido el 11 de octubre de 2013, representó el hecho de mayor gravedad institucional en la historia contemporánea de la provincia de Santa Fe.

Lo sucedido aquel día tuvo entidad suficiente como para convertirse en una verdadera bisagra en lo político y social, ya que los delincuentes decidieron traspasar un límite hasta ese momento inexplorado: atacaron directamente a la máxima autoridad del Estado provincial.

Pero eso no fue todo. En noviembre de 2014, la Justicia procesó a dos sospechosos de haber tenido algún grado de participación en aquel atentado. Uno de ellos, un suboficial de la policía provincial, a quien se le encontró en su poder nada menos que una de las armas utilizadas para disparar contra la casa del entonces gobernador. Otro hecho de extrema gravedad que prácticamente no sorprendió a nadie.

La historia no termina allí. Este ex policía terminó detenido en la cárcel de Piñero, pero el 20 de diciembre último no regresó de una salida laboral y se convirtió en prófugo de la Justicia.

El año pasado, desde el Ministerio de Seguridad de la Provincia de Santa Fe se dio a conocer un dato escalofriante: el 30% de los beneficiados con salidas transitorias, no regresaba a las cárceles. Por ese motivo, el gobernador Miguel Lifschitz firmó un decreto que establece pautas más rigurosas a la hora de evaluar la situación de un preso. Según el ministro del área, Maximiliano Pullaro, el fenómeno tiende a revertirse.

Pero aquel preso que no retornó al penal no era un interno cualquiera. Era, nada menos, que un policía sospechado de haber participado de alguna manera del atentado contra un gobernador.

A estas alturas del relato, quizá valga la pena hacer un repaso de todos los hechos:

- balean la casa de un gobernador;

- un policía de la provincia aparece portando el arma utilizada en el atentado;

- el policía termina en la cárcel;

- el policía acusado de participar de la balacera contra la casa de Antonio Bonfatti sale de la cárcel y jamás regresa.

El martes último, personal de la División de Investigaciones de la Compañía Tropa de Operaciones Especiales logró recapturar a este prófugo. Los investigadores lo interceptaron en la intersección de las calles Plumerillo y Martín Fierro, de la ciudad de Rosario. Al ser rodeado, no se resistió y quedó arrestado.

Sorprende que estas noticias no hayan tenido demasiada repercusión. La sociedad en general y los medios periodísticos en particular parecen haberse acostumbrado a este tipo de episodios. Y cuando la capacidad de asombro se adormece, la perspectiva de la realidad comienza a desdibujarse.

Un problema grave. Sobre todo, cuando están en juego nada menos que la institucionalidad y la vida de las personas.

Aquel preso que no retornó al penal no era un interno cualquiera. Era, nada menos, que un policía sospechado de haber participado de alguna manera del atentado contra un gobernador.

El ataque contra el domicilio particular del entonces gobernador Antonio Bonfatti representó el hecho de mayor gravedad institucional en la historia contemporánea de la provincia de Santa Fe.