tribuna ciudadana

Bienaventurados los limpios de corazón (I)

Por María Teresa Rearte

No es casual que Jesucristo comenzara el anuncio del Reino de Dios con lo que se conoce como “Las bienaventuranzas” (Mt 5, 3-12; Lc 6, 20-16). El gran Discurso de la Montaña dice que “viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo...” (Mt 5, 1ss).

Conocidas incluso por los no cristianos (se sabe por ej. que Ghandi citaba este discurso) “las bienaventuranzas” son de algún modo desconcertantes para los cánones del mundo. Antiguamente se pensaba que “las bienaventuranzas” eran una serie de consejos para las personas que buscaban una mayor perfección, como es el caso de quienes hacen votos religiosos en los que renuncian a algunas realidades cotidianas. Sin embargo, el Concilio Vaticano II ha enseñado que también los laicos tienen que difundir “aquel espíritu del que están animados aquéllos que tienen alma de pobres, los pacientes y los que trabajan por la paz, a quienes el Señor, en el Evangelio, proclamó felices” (Cf Mt 5, 3-12) (Lumen Gentium, 38). De modo que la moral de “las bienaventuranzas” muestra que el Reino de Dios es de hecho el gran lugar ético de la salvación.

Según el evangelio de Mateo “las bienaventuranzas” son nueve. Las primeras ocho tienen una forma literaria homogénea. Todas están expresadas en tercera persona plural. Así son bienaventurados, felices o dichosos, aquéllos que son pobres de espíritu, afligidos, mansos, misericordiosos, etc. En cambio la novena es un claro y directo llamado en segunda persona plural; “bienaventurados vosotros o ustedes”.

Con la expresión Reino de Dios se alude a una intervención poderosa de Dios, que viene al encuentro del hombre. De sus problemas y sufrimientos. El Reino es inmenso. Inmensa es también la acción de Dios. E infinita su potencia en la historia y más allá de ésta, sin que ninguna fuerza humana pueda restringir o circunscribir su acción salvadora. Imposible es extenderme en esta nota sobre todas “las bienaventuranzas”; por lo que me referiré a la que proclama “bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.” (Mt 5, 8).

Los limpios de corazón

Para las Sagradas Escrituras el corazón es el centro de la persona. Lo más íntimo de sí, donde ella toma conciencia de sí misma, reflexiona y medita. Donde asume la responsabilidad por su obrar con relación a la vida y a Dios. Hoy también podríamos decir bienaventurados los que son interiormente limpios. O aquéllos de conciencia limpia. Queda claro que el Evangelio no habla de una limpieza exterior; sino interior. En este sentido hay que recordar la discusión de los fariseos que acusaban a los discípulos de Jesús, porque comían en la mesa sin haber practicado las abluciones rituales. A lo que Jesús responde: “Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre” (Mc 7, 15). Y esto es así “porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las malas intenciones...”. Todas las “perversidades salen de dentro y contaminan al hombre” (vv. 20-23). Del corazón también salen las intenciones buenas. Son el origen de los comportamientos conformes a la Voluntad de Dios.

El “Salmo 51”, salmo penitencial, de David cuando el profeta Natán le visita después que se había unido a Betsabé, puede revestir el corazón con el perdón divino. El salmo dice así: “Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, / un espíritu firme dentro de mí renueva” (v.12). El que esto suplica antes había reconocido: “Contra Ti, contra Ti sólo he pecado, / haciendo lo que es malo a tus ojos” (v.6). Pero el corazón limpio no es sólo el de quien no ha cometido pecado. Sino también el de aquél al que Dios ha recreado con su perdón y su gracia. Recordemos en tal sentido los efectos de los sacramentos cristianos. Por ej. de la Confesión sacramental. Necesario es aprender a quitar lo que impide que el Evangelio ilumine nuestro pensamiento y convierta el corazón para poder testimoniarlo en la vida.