Espacio de psicoanálisis

El dedo en la nariz y otros tics

Por Luciano Lutereau (*)

Entre los hábitos que los padres suelen repudiar en sus hijos, encuentra un lugar propio el meterse el dedo en la nariz. Siempre resulta curioso el modo en que los adultos reprenden este acto con las más diversas justificaciones (desde la higiene hasta la conformidad social), al punto de que podría decirse que, cuanto más acendradas son las quejas, más se pone de manifiesto la represión que recae sobre lo olfativo.

Si bien la pregnancia de los olores en la vida cotidiana ocupa un lugar privilegiado, relacionada con la represión del erotismo anal, se añade un segundo aspecto para pensar la incomodidad que genera el dedo en la nariz. Un carácter fundamental de este órgano radica en que el interior está recubierto por una mucosa; por lo tanto, puede ser estimulada y convertida en fuente de satisfacción. He aquí el motivo central del reproche adulto al niño: meterse el dedo en la nariz es un equivalente del autoerotismo infantil, que los padres con “justicia” critican para deshabituar al niño de un placer masturbatorio.

En este punto, más allá de la reconvención al niño que “juega con los mocos” (sin duda, un tipo de experiencia lúdica que transforma el autoerotismo en un goce fuera del cuerpo), cuyo alcance social queda a criterio del método de crianza de cada familia, importa subrayar la pregnancia que el placer masturbatorio puede tener en la infancia. Una deriva del mismo se encuentra en la presencia acusada de tics, aunque no siempre estas breves acciones compulsivas están vinculadas con el autoerotismo. Aquí cabe una pequeña digresión: por un lado, sucedáneos del goce, los tics son una metamorfosis desfigurada y por eso su aparición suele encontrarse a partir de los cuatro años (en connivencia con la incorporación a espacios escolares) y en esta línea pueden considerarse otras actividades corrientes como las de comerse las uñas, rascarse la cabeza (independientemente de la presencia de piojos), etc. Por esta vía, la destitución del goce infantil se realiza a través de la sexualización de conductas defensivas. Éste es el estilo que suelen tomar las diferentes compulsiones (o al menos las más habituales) en la infancia que, si bien es una forma rígida de crecimiento, demuestra cierta fragilidad en la capacidad de elaboración de los impulsos sexuales.

Por otro lado, una segunda vía se advierte a través de inhibiciones, es decir, la imposición de limitaciones yoicas como un modo de sofrenar las exigencias de lo sexual. Esta vía es igualmente costosa para el crecimiento y, en muchos casos, implica un impacto que afecta la capacidad de simbolización en el niño. Este aspecto no debe confundirse con la incidencia de la represión, sino con una deslibidinización más general y que no se expresa a través de síntomas específicos (como retorno de lo reprimido) sino a través de indicadores en la esfera volitiva: pérdida de interés, aburrimiento, acedia.

Ahora bien, de regreso a la cuestión de los tics, no sólo pueden esclarecerse como una cuestión defensiva, ya que también hay acciones compulsivas que sortean este efecto. Éstos son los casos más complejos, donde (para trazar una distinción) el tic no es sustituto sino un equivalente de la masturbación o, dicho de otra manera, hay identidad entre el tic y el goce, y no reacción en sentido contrario. En estos casos, la intervención analítica debe ser muy precisa, no solamente desde el diagnóstico, sino también desde la orientación terapéutica: aquí podría tratarse de casos muy diversos, como una forma de activación temprana de la sexualidad (como la que se verifica en casos de abuso) o bien sobreexcitación erógena como efecto de otros factores coyunturales.

Por último, en relación de la inhibición cabe una reflexión suplementaria, ya que como tal no debe ser estigmatizada o considerada peligrosa, en la medida en que el pensamiento es una forma de inhibición del acto o, mejor dicho, pensar es un acto que inhibe el acto espontáneo. De este modo, la inhibición no sólo podría llevar a la deserotización, sino que puede ser la causa de investimiento del deseo infantil más propio, aquel que se realiza a través de la curiosidad (como una forma sublimada del deseo de ver) y que es la puerta de entrada a la constitución psíquica de la inteligencia y el desarrollo cognitivo.

(*) Doctor en Filosofía (UBA) y doctor en Psicología (UBA). Coordina la Licenciatura en Filosofía de Uces. Autor de los libros: “Celos y envidia. Dos pasiones del ser hablante”, “Ya no hay hombres. Ensayos sobre la destitución masculina” y “Edipo y violencia. Por qué los hombres odian a las mujeres”.

He aquí el motivo central del reproche adulto al niño: meterse el dedo en la nariz es un equivalente del autoerotismo infantil.