ESPACIO PARA EL PSICOANÁLISIS

Los niños no son crueles

Por Luciano Lutereau (*)

Se dice que “los niños son crueles”. Es cierto, a veces pueden serlo, pero cabría preguntar “cuándo” y no asumir este rasgo como esencial. En todo caso, si hubiera una máxima general podría ser la de que “los niños son torpes”.

La torpeza de los niños podría ser reconducida a la frecuencia con que suelen accidentarse. Moretones en las piernas, golpes en la cabeza, chichones, etc., demuestran que el cuerpo propio en la infancia es sede de diversos incidentes. No se trata de que el niño sea un ser aún inmaduro, que todavía no gobierna la motricidad, ya que incluso después de cierta edad más avanzada puede notarse que esta aptitud para lastimarse se conserva. En última instancia, es mejor reconocer que el niño hace frente a ciertas desventuras con su cuerpo. Esto es algo que Freud advirtió en su artículo “Pulsiones y destinos de pulsión” cuando ubicó como una de las formas más primarias de tratamiento de la energía del aparato psíquico la “vuelta sobre la propia persona”.

Este destino pulsional precede a la capacidad de reprimir las pulsiones, y en casos graves puede permanecer como una forma espontánea de resolver el sufrimiento, lo cual explica el hábito frecuente de enfermarse. No hay modo más eficaz de poner en suspenso ciertos deberes y padecimientos cotidianos que agarrarse una buena gripe que nos deje en cama por unos días. Por eso es algo que los psicoanalistas confirmamos de manera regular, el hecho de que conforme avanza el análisis muchos pacientes que padecían síntomas “crónicos” empiezan a enfermarse menos, o incluso tienen menos accidentes en la vida cotidiana. He aquí un gran descubrimiento del psicoanálisis: la torpeza no es una circunstancia azarosa, sino que es una forma de satisfacción. En efecto, “soy torpe” suele ser una excusa vulgar con que algunas personas evaden sus compromisos con otros.

Torpeza o brutalidad

Pero de regreso a los niños, otra participación para dar cuenta de la torpeza infantil es ubicar lo que Freud llamaba “pulsión de apoderamiento”. El ejercicio de la musculatura también es una fuente de satisfacción en la infancia, por eso muchos niños disfrutan de los juegos de contacto físico, la pelea, caer uno sobre otro, etc. En este punto, la torpeza cobra un nuevo sentido, e incluso suele afirmarse a veces como algo privativo de un género esta condición: “Los varones son brutos”.

Esta brutalidad se confunde a veces con la crueldad, pero es algo muy distinto. Porque de acuerdo con estas formas de satisfacción es corriente que los niños jueguen sin considerar las consecuencias de sus actos. Por ejemplo, un niño puede empujar a otro sin tener presente que, al caerse, este último puede romperse un diente. Sin embargo, esto no quiere decir que lo haga de manera deliberada o “a propósito”. He aquí un aspecto que los padres y educadores siempre tienen que tener presente cuando reprenden a un niño. Inducir culpa donde hubo torpeza puede producir un efecto muy contraproducente, como una inhibición del crecimiento o de la capacidad de jugar. En todo caso, esa culpa inducida (una falsa responsabilización) es una respuesta proyectiva en la que el adulto se desentiende de que debería haber estado más atento en el cuidado de los niños.

Ahora sí, de regreso a la crueldad, algunas palabras: es posible que algunos niños desarrollen esta forma particular de satisfacción en el daño del otro, pero no es lo más común ni un efecto espontáneo. Es cierto que podría hablarse de cierto “sadismo” infantil, pero en estos casos se trata de la actividad propia de la vida pulsional en el niño, su carácter activo, no reprimido aún, lo cual es distinto a pensar al niño como un psicópata en miniatura. También se debería a que la culpa es un afecto que sólo secundariamente adviene en la conciencia, pero ¡esto no quiere decir que los niños sean unos pervertidos! A este respecto Freud fue categórico: la “perversión polimorfa” del niño no quiere decir que este sea capaz de hacer cualquier cosa, sino que es una disposición; una suerte de potencia que bien puede actualizarse y fijar rasgos desaprensivos en situaciones puntuales (como seducción temprana, falta de cuidados, etc.), pero no es algo evidente o regular. Este aspecto nos conduce, para concluir, una vez más a la necesidad de que los adultos asumamos una posición responsable en la crianza de la infancia.

No es parte del descubrimiento del psicoanálisis develar que los niños ya no son ángeles (asexuados y tiernos); tampoco que sean seres deficitarios a los que les faltaría algo (la adultez); sino poner de manifiesto que las operaciones psíquicas que implican el crecimiento son diferentes y específicas, incluso muy complejas, y que “los niños no se crían solos”, sino que requieren de vínculos que atiendan a su singularidad. Por esto es fundamental que los psicoanalistas recuperemos la noción de crianza y ofrezcamos elementos que amplíen la comprensión del niño en un mundo que cada vez más los desconoce y los piensa como seres incompletos o, peor, futuros consumidores.

(*) Doctor en Filosofía (UBA) y Doctor en Psicología (UBA). Coordina la Licenciatura en Filosofía de UCES. Autor de los libros: “Celos y envidia. Dos pasiones del ser hablante”, “Ya no hay hombres. Ensayos sobre la destitución masculina” y “Edipo y violencia. Por qué los hombres odian a las mujeres”.

La torpeza no es una circunstancia azarosa, sino que es una forma de satisfacción. En efecto, “soy torpe” suele ser una excusa vulgar con que algunas personas evaden sus compromisos con otros.

No hay modo más eficaz de poner en suspenso ciertos deberes y padecimientos cotidianos que agarrarse una buena gripe que nos deje en cama por unos días.