Grupo de los Diez de Humboldt

Reír para aliviar el dolor

Lo mejor de la propuesta de María Rosa Pfeiffer es el excelente nivel del elenco del Grupo de los Diez, que celebra sus 25 años de existencia de la mejor manera.

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LA ILUSIÓN no alcanzada de esos inmigrantes que integran el mundo de “los de abajo” se transforma lentamente en una honda y desesperante frustración.

Foto: Manuel Drutuel

 

Roberto Schneider

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“Babilonia nuestra de cada día”, de María Rosa Pfeiffer, es el título de la nueva propuesta teatral del Grupo de los Diez de Humboldt estrenada recientemente en la Sala del Tiro Federal. Se trata de una versión de “Babilonia (una obra entre criados)” de Armando Discépolo, autor de excelencias varias y que encuentra en este caso la profundidad de un respeto incuestionable.

La novel textualidad propone con indisimulable pasión el mundo de los sueños, de la búsqueda de los ideales y el enfrentamiento con lo que se opone a esa búsqueda: la convivencia, la vida material, las necesidades varias. La dramaturga describe con rigurosa exactitud mediocridades y resentimientos, afectos y rencores, pero también convierte a su obra en un lúcido exponente de crítica social.

Los personajes están lejos de ser frustrados porque son, antes que nada, hombres y mujeres con comprensibles defectos y virtudes. Gente que ha llegado de países de gran cultura a los que la poca visión de los poderosos de siempre y del medio en el que se deben arraigar aplasta inexorablemente. La estrechez del agobiante entorno del mundo de “los de arriba” parece asfixiarlos y sus pequeñeces trascienden al espectador en perfecta simbiosis. La ilusión no alcanzada de esos inmigrantes que integran el mundo de “los de abajo” se transforma lentamente en una honda y desesperante frustración. Entonces resulta grotesco el contraste que se produce entre esos dos mundos, el de las víctimas y los victimarios, los poderosos y los desposeídos.

Pfeiffer conduce con sagacidad su historia. En un comienzo y dado que los protagonistas no admiten que tienen inconvenientes, el motor de la acción parece ser sólo económico. Sin embargo, en el transcurrir de la historia percibimos que el dinero es sólo una causa para que el verdadero conflicto estalle: la imposibilidad de una convivencia armoniosa entre esos dos mundos tan diferenciados. Los personajes pasan del autoengaño a la revelación. Y el autoengaño es fundacional de todos los caracteres del grotesco. Es un movimiento hacia la toma de conciencia; el deslizamiento de la máscara que cubre la mueca impulsa la intriga que tiene un final que no revelaremos.

Discépolo decía que “reír es la más asombrosa conquista del hombre, pero si reír es comprender, que se ría sólo para aliviar el dolor”. Desde la dirección general del espectáculo, María Rosa Pfeiffer, con supervisión de puesta en escena y dirección actoral de Edgardo Dib, potencia esa afirmación discepoliana y la idea de que son grotescas casi todas las situaciones en las que participan todos los personajes. Lo grotesco surge de contrastar la tragedia de sus vidas con la comicidad de las situaciones en las que participan. Todos. Los de “arriba” y los de “abajo”. Aquí vale recordar palabras de Ricardo Ahumada cuando sostenía que Discépolo, extremado humanista, “ama a esas criaturas de cartón que, sin embargo, transpiran sangre, dolor de vivir y soledad”.

Participación

Lo mejor del espectáculo del Grupo de los Diez están en el elenco. Todos los actores y las actrices se entregan al juego interpretativo propuesto. Así, y tal como aparecen en el programa de mano, Gerardo Meyer, Guillermina Volken, Mauro Bartizzaghi, Fabiana Beccaría, Pablo Arosio, Marcela Girolimetto, Roberto Weidmann, Pablo Yennerich, Ricardo Merke, Emiliano Bonfanti, Marisa Infantino, Antonela Sánchez y Rubén Fladung obtienen los mejores resultados en cada una de sus interpretaciones, obteniendo un excelente resultado como equipo actoral.

Son aportes de indudable valor artístico el preciso vestuario de Antonela Sánchez con realización de Marisa Infantino y Elsa V. de Weidmann; el espacio escénico de Gerardo Meyer y Pfeiffer con realización de Roberto Weidmann, la pensada compaginación musical de Walter Walker -que incluye fragmentos de “El elixir de amor” de Gaetano Donizetti y “Don Giovanni”, de Wolfgang Amedeus Mozart- y la exquisita iluminación de Rubén Fladung.

Complejidad

El teatro argentino se constituyó, en los albores del siglo pasado, con la presencia de los inmigrantes que poblaron nuestra tierra, haciéndose cargo de sus conflictos e incorporando incluso los cruces lingüísticos que comenzaban a poblar el habla de los argentinos. La versión de Pfeiffer elude el cocoliche y esa decisión es saludable, porque hace más comprensible la totalidad. Y, además, porque el costumbrismo festivo y en muchos casos ligero del primer teatro argentino, alcanza aquí una dimensión casi trágica y una complejidad existencial hasta entonces desconocida.

En la misma medida en que acompaña e ilustra la frustración social, este trabajo del Grupo de los Diez encarna el proceso a través del cual el sainete, ese género chico, caricaturesco y bidemensional, se convierte en el grotesco criollo, un teatro cuyos personajes adquieren el volumen y la consistencia que los vuelve estética y socialmente imprescindibles.