LA POLITICA EN FOCO

¿Quién vigila a los vigilantes?

El debate sobre el mecanismo disciplinario para controlar a fiscales y defensores desató un conflicto aún no resuelto, a caballo entre principios esenciales del sistema democrático y la protección de intereses corporativos. Y ahora le toca pronunciarse a Lifschitz.

Emerio Agretti

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“Los fiscales están fuera de control”. La sentencia, en boca de un miembro del Poder Judicial, se aplica al presunto vacío técnico-formal que invocó la Legislatura santafesina para establecer un mecanismo disciplinario externo, para los integrantes del Ministerio Público de la Acusación y al Servicio Provincial de Defensa Penal. Pero también a los motivos políticos que impulsaron tal determinación.

“No puede ser que un fiscal haga sacar esposado a un jefe de Policía, para que después digan que no había delito”. “No se puede ordenar allanar la Municipalidad y que nadie se haga cargo del impacto”. “No se puede intervenir las líneas de miembros del gobierno sin que el juez lo sepa”. “No se puede dejar que pinchen teléfonos por motivos personales”. Son algunas de las consideraciones que, a modo de fundamentos, ilustran y desarrollan la aserción.

La necesidad de tal control es compartida por todos los operadores del sistema, los representantes de los poderes del Estado y toda la bibliografía disponible en la materia. La circunstancia de su existencia o no, y cuál debería ser, en el segundo caso, la manera de establecerlo, ya es materia de consideraciones diversas y enfrentadas. Incluyendo aquella en la que se advierte sobre el riesgo de que el remedio sea aún más nocivo que la enfermedad.

En esa corriente se instalan, de manera enfática -al menos públicamente, ya que puertas adentro también se registran diferencias- los fiscales y defensores de la provincia. Y remarcan que los organismos creados en el marco de la reforma procesal penal santafesina ya preveían sus propios mecanismos -internos, eso sí, y para peor tardíamente constituídos, por una inaceptable demora del sector político-, y que poner en manos de una mayoría (simple) circunstancial la posibilidad de remover a fiscales defensores constituye un avasallamiento, incompatible con la independencia que necesitan ostentar para cumplir acabadamente con sus funciones.

“No quieren ser controlados”, replican algunos, mientras que otros reclaman un procedimiento que integre a los tres poderes del Estado (similar a los jury dispuestos para magistrados) o deslizan que debería ser la Corte Suprema la que se haga cargo de corregir los excesos; reeditando soto vocce una polémica que acompañó ya los primeros y vacilantes pasos del nuevo sistema penal.

“Es una reacción de la corporación política, que se abroquela porque se siente amenazada”, contraponen, sin tapujos, desde la otra vereda. Y los cuestionamientos a las reformas introducidas con el voto de todos los bloques parlamentarios llueven desde los organismos del sistema penal y desde el Poder Judicial, impactan sobre los colegios profesionales y dividen a la doctrina.

¿Están o no los fiscales “fuera de control”? ¿Es suficiente el mecanismo previsto por las leyes originales? ¿Es aceptable que el régimen disciplinario quede en manos exclusivamente del sector político, y en los términos en que fue introducido? ¿Se trata en definitiva de un duelo entre corporaciones, del cual dependen garantías básicas para la protección de los derechos y las garantías de los ciudadanos?. Parece algo aventurado tener una respuesta categórica para todas estas preguntas, aunque cada uno de los participantes del debate están bastante convencidos de contar con ella. En todo caso, quien todavía no se pronunció es el Poder Ejecutivo. Y le guste o no, deberá hacerlo, al momento de definir si el gobernador veta o deja en pie lo votado por la Legislatura. Lifschitz tendrá todavía unos días para eso, ya que la sanción aún no fue formalmente informada. Pero los plazos corren y, si nos atenemos a la seriedad de las implicancias, habría que decir que también acucian.