Crónica política

Estado, cultura y opio del pueblo

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La Orquesta Filarmónica de la provincia en el espectáculo que brindaron Los Palmeras frente al Obelisco. Foto:Archivo El Litoral

Rogelio Alaniz

“Si acariciáis los violines con los arcos del Estado, ¿qué otra cosa podéis pretender que los de abajo bailen?”, Carlos Marx.

Que Los Palmeras convocan multitudes no es ninguna novedad, como tampoco lo es que representan una tradición musical en la provincia, tradición que, según lo que pude leer, araña el medio siglo de existencia. La cumbia que ellos interpretan puede gustar más o menos, pero más allá de las críticas musicales que se les pueda hacer, habría un amplio consenso en admitir que por su dedicación son músicos profesionales que se han esmerado en hacer las cosas de la mejor manera posible y -nunca está de más insistir- sus acordes acompañan los esparcimientos bailables de muchos, una afición que arraiga en las clases populares pero también se extiende a las clases medias y altas que identifican a esa música con la alegría, la distracción y todo aquello que podría calificarse como sociabilidad bailable.

La sucesión de recitales que en los últimos tiempos realizan en diferentes ciudades y que logró su proyección más alta en el recital celebrado en la mismísima Avenida 9 de Julio y ante la presencia silenciosa, hermética y elocuente del Obelisco, no hacen más que confirmar esta popularidad.

No ignoro que lo dicho deja abierto un amplio espacio al debate respecto de lo popular en la música y en particular acerca de cómo viven y cómo se relacionan las clases populares y la sociedad en general con estos ritmos bailables.

Digamos que Los Palmeras han hecho méritos para estar donde están, incluida su presencia en la Avenida 9 de Julio, atendiendo aún a los nuevos humores culturales, pero la pregunta política a hacernos en este caso no es acerca de la indiscutible popularidad de Los Palmeras, sino acerca de si el Estado de la provincia de Santa Fe, su improvisada Filarmónica y el gobernador, debían estar allí.

La primera respuesta que se me ocurre a este interrogante es que, precisamente, la popularidad de Los Palmeras hace prescindible o innecesaria la presencia del Estado y de sus máximas autoridades políticas. Dicho con otras palabras y con todo respeto, en “la avenida más ancha del mundo” los que estaban de más no eran Los Palmeras, sino el gobernador y el Estado provincial.

Un economista diría al respecto que si el mercado asegura la oferta de una demanda solicitada masivamente en cuanta jornada bailable se organice, el Estado no tiene nada que hacer allí y, por el contrario, sus esfuerzos culturales y presupuestarios deberían dedicarse a promocionar, alentar y, de ser necesario, financiar, emprendimientos artísticos juzgados de calidad pero que carecen de posibilidades de ganar el corazón de las masas, salvo que alguien crea que la clave de la calidad estética en las sociedades de consumo la dan necesariamente las adhesiones masivas.

Es verdad que en nombre del realismo político no me queda otra alternativa que admitir que en sociedades donde al poder político lo legitiman las masas con su voto, se le hace muy difícil a los políticos, por no decir imposible, eludir la tentación de seducirlas -o de intentar seducirlas- con los más diversos recursos y señuelos y, como en el caso que nos ocupa, colocarse discreta pero deliberadamente al lado de los favorecidos por la ola popular con la ilusión -me temo imposible- de recibir por algún camino misterioso algunas migajas electorales de ese apoyo popular.

Política, espectáculo y farándula

Dije en su momento que este recurso -practicado en este caso puntual por el Partido Socialista- no es muy diferente al que recurren todos o casi todos los partidos, ya que en las actuales sociedades de masas, política y espectáculo o política y farándula suelen ir de la mano. Es más, y atendiendo el escenario nacional, diría que lo sucedido pareciera ser de alguna manera inevitable, lo que no impide de todos modos el ejercicio libre de la crítica y sobre todo la advertencia acerca de una práctica social reñida con los valores republicanos que se proclaman, sino también reñida con el rol del Estado en materia cultural.

Sobre la base del pluralismo y el reconocimiento de todas las experiencias culturales, importa establecer también los parámetros de calidad, una medición que se puede realizar objetivamente sin que se la descalifique en nombre de lugares comunes al estilo: “Todo es cultura” o que el cuento “El desnudo con las manos en el bolsillo” es lo mismo que Hamlet .

Al respecto, no deja de llamarme la atención que aquellos que propagan el relativismo acerca de que toda experiencia cultural es equivalente, no plantean las mismas exigencias para esa otra experiencia cultural que es el fútbol, donde la calidad es la primera exigencia y a ningún hincha del tablón se le ocurriría que el Pocho Flores o el Cholo García o Rogelio Alaniz, que ponen un entusiasmo frenético para disputar un partido de casados contra solteros mientras la carne se dora en la parrilla, deben reemplazar, por ejemplo, a Messi. Conclusión para la tribunas: ¿Por qué lo que vale para el fútbol o el tenis o el rugby no vale para las experiencias estéticas?

Me contaron que a la entrada del enorme salón de actos culturales de la Casa del Pueblo del viejo Partido Socialista estaba escrita una consigna que se me ocurre deberían tener presente todos los políticos: “Para el pueblo lo mejor”. Dicho esto, y con la mano en el corazón, pregunto si aquello que Norberto Bobbio calificaba como la necesaria labor pedagógica del Estado orientada a liberar a los hombres de las ataduras de la pobreza y sus secuelas culturales, se cumple sosteniendo la acaramelada parejita de política y farándula.

Dijo el gobernador en su improvisada arenga en la 9 de Julio que la cumbia nos une a todos los santafesinos. Que me disculpe el señor gobernador, pero la unidad de los santafesinos es un tema mucho más complejo que el que impone el ritmo cumbiambero, y sus destinatarios expresan una platea mucho más amplia y diversa que ese público que vivió un efímero instante de felicidad al ritmo de hallazgos musicales al estilo “Bombón asesino”. Asimismo, en una provincia como la de Santa Fe la relación entre unidad y diversidad no necesita de estos festivales para realizarse.

Siempre será necesario insistir que los procesos de emancipación política son también procesos de emancipación cultural. Un señor llamado Carlos Marx escribió alguna vez: “El impío no es el que desprecia a los dioses de las muchedumbres, sino el que se adhiere a las ideas que los dioses se forjan de esas muchedumbres”. Moisés seguramente hubiera firmado estas palabras. Y aunque hoy parecen estar escritas en un lenguaje extraterrestre, cargan la misma verdad y aspiración de verdad que tuvieron desde los tiempos de las tablas de la ley y el becerro de oro.

Es un acto de ignorancia decir, por ejemplo, que estas posiciones críticas contra un Estado cumbiambero nos colocan al lado de “las chetas de Nordelta”, muchas de ellas -como signo de los tiempos que vivimos- devotas sumisas de los ritmos cumbiamberos, salvo que alguien suponga que el nivel cultural de Nordelta es equivalente al Greenwich Village neoyorquino.

Importa saber de una buena vez que la categoría “pueblo” es una construcción histórica y el objetivo de las políticas culturales justas no es transformar al pueblo en un rebaño sino en una multitud pensante, en individuos capaces de decidir por sí mismos, en lograr aquello que cita Sartre: “Un muchacho sin importancia colectiva; exactamente un individuo”, alguien capaz de transitar con lucidez desde los fangales de la dicha ilusoria al territorio despejado de la dicha verdadera.

Promocionar lo otro es, como dijera el célebre filósofo de Tréveris alentar “el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación sin alma. Es el opio del pueblo”.