Signos

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Candioti Sur, calle Calchines, la Terminal de Ómnibus, barrio Constituyentes. “Cruzo Avenida Urquiza, camino media cuadra más y llego a casa. A esa altura de la tarde, si observo el cielo en dirección oeste, el sol se tiñe de violeta”.

Foto: Mauricio Garín

Jorgelina Garrote (*)

La perspectiva del espacio que se puede tener del lugar de donde se vive es prismática. Chica nacida en barrio céntrico, de pasillo interno o de departamento que mira al norte, como es ahora, el río siempre estuvo lejos, siempre estuvo ahí, como una estampa. Yo no lo veía. Una se hace un mapa de la ciudad en función de sus propias experiencias personales, sean afectivas o laborales, pocas veces azarosas. Por mi parte, el radio en que me he movido por la ciudad siempre fue pequeño. Después, con el trabajo, se expandió un poco más. El río era la laguna Setúbal, el que corre debajo del puente Colgante.

El río nunca estuvo tan presente en mi vida como ahora que trabajo en el Liceo Municipal trasladado al ex Molino Marconetti en el Dique II del puerto. Veo el río de un lado del Molino y del otro. No es el mismo río de la mañana que el río de media tarde y cuando se va el sol. Esas diferencias no las conocía hasta que llegué aquí, a trabajar en el primer piso del Liceo. Puedo estar horas mirándolo y nada importa. Bueno, importa que vaya a trabajar ahí, pero cuando no hay clases, no hay niños, el río está ahí, para que me pierda en él.

Como me vuelvo a pie, desde el Liceo a casa voy mirando el río. Puedo ver mejor el afluente que está a mi izquierda; más allá, se ve el casino y detrás los edificios de la ciudad. Las dos o tres cuadras hasta la rotonda reconcilian el estado de cansancio posterior al dictado de clases con el ritmo acompasado que trae la brisa que pasó primero por el río, que pasó después por los árboles y que viene hacia mí.

La rotonda

Se entra a otra dimensión después de cruzar la rotonda. Son otros doscientos metros por cuadras de pasto. No hay vereda. Atrás quedó el Liceo y el lejano ruido ronco de las máquinas de la construcción de un edificio de departamentos que forma parte del complejo Amarras. Caminar hasta Avenida Alem por el pasto, pasando la rotonda, a campo abierto, es similar a un pasaje imaginario. Voy adentrándome a un túnel luminoso en el que siento que hay más de mí de un lado que del otro, que hay una simpleza del espíritu, del lado del dique. Lo que importa y no se ve, está allí. Luego del cruce de la Avenida, cambia la dimensión de la ciudad.

Con la pollería San Andrés en la esquina de Avenida Alem y Marcial Candioti se vienen los recuerdos de infancia. El olor del pollo es el mismo al de la pollería Scapin de calle Saavedra, cerca de la casa de mi abuela Isabel. Acelero el paso. Cuando era chica me acercaba a los pollos que se amontonaban en la red mientras papá hacía el pedido. Yo no sabía que Scapin era un matadero como la pollería San Andrés. Una tiene que hacer la vista gorda, no pensar que después van al supermercado y de ahí a la heladera.

Calle Marcial Candioti

Por Marcial Candioti hay un playón a mitad de camino. Chicos de todas las edades juegan al básquet. Los veo jugar en invierno y en verano. No importa si hace frío o calor, si hay luz o anochece. Allí están con la pelota, con las bicis recostadas en el piso, a veces son dos o tres los que juegan a embocar en el aro y los demás charlan o esperan su turno. Es lindo verlos así, el tiempo pasa y no les importa. No tienen que llegar a ninguna parte. Hace mucho que yo no hago eso, tirarme en el pasto y dejar que el tiempo pase.

Enfrente del playón en una ochava angosta, al 2900, está la Biblioteca Emilio Zola. La Biblioteca tiene una placa de bronce con su nombre y con la fecha de su fundación: 1911. Yo creía que la biblioteca más antigua de Santa Fe era la Biblioteca Pedagógica fundada oficialmente en 1915 pero descubro que ésta es anterior.

Desde Calchines hasta la Terminal de Ómnnibus

Pasadas las cuatro cuadras por Marcial Candioti doblo por Calchines. Yo no sabía que Calchines era la continuación de calle Suipacha después de cruzar Avenida Rivadavia. Candioti Sur, detrás de la Terminal de Ómnibus, es un laberinto. Las calles se angostan, cambian de nombre, se confunden las asfaltadas con las calles con adoquines. Las ochavas se multiplican. Aún así, me gusta Calchines por los árboles y porque me hace acordar al barrio de mi abuela María del Carmen. Sea de mañana o por la tarde, hay sombra; las veredas son más bien anchas y se angostan cuando me acerco a la Terminal. Todavía no hay tanto ruido, ni gente ni autos. No pasan colectivos. Los negocios son pocos, un almacén, una dietética, un kiosco. Esas cuadras, que serán tres, son muy parecidas al camino que hacía desde la casa de mi abuela, por calle Lavalle, hasta la plaza Pueyrredón. Las hojas amarillas del otoño, dispersas por la vereda y las orejas negras del timbó están al alcance de la mano para tocar las castañuelas, como decía mi tía Graciela. Me doy cuenta de que mi vida está marcada por esos lugares de la ciudad que se asocian a mi infancia. No creía, hasta que volví a escribir, que pudieran volver con tanta fuerza. Dice Cesare Pavese con tanta razón en El oficio de poeta: “No puedes, aunque quieras, interesarte poéticamente por un pueblo dado o por una esfera dada y hacerlos vivir como no sea reduciéndolos a los moldes de tu infancia y juventud. No puedes escapar (un mundo implícito) ya en tu naturaleza perceptiva.”

Por Belgrano y Calchines están la Terminal y el Sanatorio Santa Fe. El cambio es radical. Taxis, ómnibus de larga distancia doblando para entrar a las plataformas, ambulancias estacionadas a mano izquierda, la línea nueve de colectivos que circula por Belgrano y dobla por Junín. En esa esquina se barajan las cartas otra vez. Cuántas historias se gestarán en esa calle, las historias de los que llegan a la estación, las historias de los que se van. Los bares, la gente con sus bolsos debajo de las mesas, el diario El Litoral hojeándose sin prisa. Los personajes de Saer siguen ahí, vivos. Y enfrente de la estación de ómnibus, los que nacen en el sanatorio y los que mueren.

Calles Belgrano y Junín, el ruido de la ciudad.

Doblo por Belgrano hasta Junín que es una cuadra corta. Hay una leve inclinación en la calle en esa dirección. Para subirme a la vereda, tengo que levantar más la rodilla y calcular bien. Lo mismo para bajar. Esa cuadra está construida a otra altura. Acá empiezan las alarmas sutiles. El Centro Cultural Provincial a mano izquierda y los afiches con la agenda cultural. En la esquina de Junín y 25 de Mayo está la heladería y en la otra un bar con el techo de chapa, como los que todavía se ven en las afueras de la Terminal y por Avenida Freyre. En ese bar tomé una gaseosa con mi papá. También, de vez en cuando, íbamos a tomar un helado enfrente. Pero los tiempos son distintos, el de los helados y el de la gaseosa.

Pasando 25 de Mayo y San Martín arranca el caos de calle San Jerónimo. Los chicos que salen de la Escuela Industrial a las siete de la tarde vienen en grupos, en sentido contrario, inconfundibles con sus jeans gastados y las carpetas de dibujo técnico en la mano. Otros, los menos apurados, se quedan todavía un tiempo más en la puerta de la escuela. Atravesar ese tramo es como un juego de flippers, esquivo chicos como boyas en el río. Entre 4 de Enero y Avenida Urquiza, siguiendo por Junín, está la Plaza Constituyentes. A esa hora vienen corriendo, en contramano, los grupos que hacen gimnasia al aire libre para beneplácito del kiosquero de diarios que cruza la calle y deja las revistas a la buena de Dios. El kiosquero no sabe que lo miro. Me causa gracia cómo se queda embobado, a metros de los gimnastas, y observa con detalle las series de glúteos y abdominales que hacen las chicas. Creo que a esa altura de la tarde no le importa que le roben dos o tres ejemplares del diario.

Cruzo Avenida Urquiza, camino media cuadra más y llego a casa. A esa altura de la tarde, si observo el cielo en dirección oeste, el sol se tiñe de violeta.

(*) Profesora y Licenciada en Letras, UNL.

Candioti Sur, detrás de la Terminal de Ómnibus, es un laberinto. Las calles se angostan, cambian de nombre, se confunden las asfaltadas con las calles con adoquines. Las ochavas se multiplican. Aún así, me gusta Calchines por los árboles y porque me hace acordar al barrio de mi abuela María del Carmen.