Tribuna de opinión

Cuestión de fe

Alejandro Francisco Musacchio

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Transitar el sendero de la historia implica que cada paso se encuentre acompañado de un acto de confianza en algo o alguien. Nos fiamos prácticamente de todo, desde la palabra y hechos de los demás, hasta de nuestro propio destino que enfrentamos en la cotidianeidad. Casi nadie al salir de su casa piensa con seguridad que va a ocurrirle algo malo, si bien cabe perfectamente la posibilidad de que ello acontezca. O tampoco cabe duda alguna sobre la garantía de solidez de un edificio público, cuando nos disponemos a ingresar en él para realizar algún trámite o gestión. Ni que hablar de las aseveraciones que diariamente nos manifiestan personas de nuestra absoluta confianza como lo son padres, hermanos, docentes, sacerdotes, jefes, compañeros de aula o trabajo, con quienes generamos sucesivos encuentros y diálogos. Estos y otros más, constituyen claros ejemplos de lo inevitable que resulta la fiabilidad a la hora de abordar el día a día que nos espera.

Constantemente nos hallamos tomando decisiones respecto a diversos temas que atrapan nuestra atención e interés, y en cada una de ellas la fe ocupa un lugar esencial, más allá de que ejercitamos el mayor de los esfuerzos para que aflore el resultado esperado. Sin ella la vida sería sencillamente imposible de ser disfrutada, y prueba de ello son aquellas personas que se preocupan excesivamente por controlarlo todo, con una estructura de pensamiento por demás de rígida que lleva a experimentar permanente temor y angustia.

Y la fe es todo lo contrario al miedo. El mismo Jesús, en más de una ocasión, realizaba un llamamiento a la misma al utilizar la expresión “no teman”. Precisamente, el fiarse de algo trae consigo una actitud positiva de seguridad aumentando la percepción de certidumbre, incluso en momentos en los que verdaderamente no se cuenta con una noción exacta acerca de lo que sucederá. En estos días se encuentra muy de moda el vocablo “soltar”, haciendo referencia a la capacidad para dejar ir en la espera de un mejor porvenir. Y efectivamente quien suelta no controla, sino que más bien se entrega a lo que el destino le tenga deparado: nuevas oportunidades, situaciones, personas, siempre en una actitud de aprender de los errores cometidos pero permitiéndose confiar en que acaecerá algo bueno que, finalmente, le complejizará como ser humano y sumará experiencia al andar cotidiano.

Otra característica del acto de fe es su condición de libre, ya que elegimos en qué depositar nuestra confianza. Nadie puede ni debería obligarnos a tal acontecimiento, sino que somos nosotros quienes por nuestra propia voluntad accedemos y nos disponemos a ello. Resulta una acción de apertura donde cedemos algo tan preciado e íntimo como lo es el hecho de “creer”, que tiene su base en una expectativa que pretendemos se cumpla efectivamente. Por tal motivo, sería contradictorio manifestar que la persona de fe se halla esclavizada o sin libertad, ya que por sus propios medios y razón está consintiendo a ejercerla. Además, no existe sujeto que en algún momento del día no haya debido tomar una decisión respecto a una situación, concluyendo que todos necesariamente optamos por confiar en determinadas circunstancias, lo que nos permite proseguir, evitando la parálisis que genera un enemigo central en esta vida: el miedo.

Inclusive, es la condición de ser el único ser capaz reflexionar sobre su realidad y ser consciente de ella, lo que lleva al hombre a indagar sobre los fundamentos de su fe y la conveniencia de ejercitarla o no en diferentes ocasiones. Por ello, el hecho de que los humanos utilicen su inteligencia al creer, desmitifica la idea de que se trata de una acción irracional y ciega.