Espacio para el psicoanálisis

¿Para qué quiere un hombre una mujer?

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Luciano Lutereau (*)

En el prefacio de 1964 a su libro “Filosofía analítica de la historia”, Arthur Danto escribió: “Si este ensayo tiene alguna claridad o mérito literario es por mi esposa [...]. Cuando la escritura se torna oscura es porque no la consulté o no le hice caso”. Impresiona la función de alteridad que Danto le atribuía a su mujer, al punto de que cabría preguntarse: ¿para qué quiere un hombre una esposa si no es para que sepa leerlo, para que ella sepa mejor que él lo que quiere decir, para que le devuelva con claridad su propio y oscuro mensaje, invertido?

Hoy en día, un hábito clínico en el análisis de varones jóvenes es la queja respecto de la relación de sus parejas con sus familias. Casi no hay discusión que no termine en un reproche acerca de la relación de ella con su padre, madre o quien sea del núcleo íntimo. Se odia en ellas su endogamia; ahora bien, ¿desde qué posición se puede denunciar la endogamia del otro? Desde una posición celosa, así es que ellos terminan trasladando el reproche hacia una escena del estilo: tu padre o yo, tu madre o yo, ellos o yo. Este conflicto puede no ser consciente, pero igualmente se actúa: así, él se niega a ir a una reunión familiar de ella, se fastidia si hay que pasar a buscar algo, ¿por qué no vienen ellos? ¿Por qué no hacen ellos algo por vos, en lugar de que vos siempre te ocupes?

El celoso, entonces, construye un Otro malvado en la familia de su novia (¡hay incluso una película que se llama así!) y se vuelve un poco paranoico y espera que ella haga un acto heroico, que rompa con su familia por él, si es que lo ama. ¿Desde qué posición el celoso paranoide se queja de la endogamia de su mujer? Desde una en la que no puede ceder el protagonismo de ser amado, es decir, desde la más endogámica de todas las posiciones. Así es que le pide a ella que haga lo que nunca él haría. Por lo general, quienes piden un amor tan exclusivo a sus mujeres, no dejan de tener en algún lugarcito un tupper o un par de medias que llevarle a lavar a la vieja que, pobre, está sola. Detrás del ideal heroico del amor de los varones suele estar la fantasía de la madre victimizada: “Mami, lo que pasa es que ella tiene una relación muy endogámica con su familia”, es como si dijera el varón de nuestro tiempo. De esta manera, queda destituido de su masculinidad para afirmar una actitud infantil. “Ya no hay hombres”, se dice actualmente. Habría que agregar: porque no pueden hacer de una mujer alguien con quien hablar, a quien escuchar, en fin, una esposa.

Este último derrotero lleva a que entre varones surja más frecuentemente, antes que una posición masculina, una predisposición hacia manipulaciones y conductas perversas. El término “perversión” puede parecer exagerado, pero se debe a que tenemos una idea exagerada de la perversión. Como si fueran bichos raros. Por ejemplo, creemos que el voyeur es un tipo que anda espiando detrás de las puertas; cuando puede ser perfectamente quien después de salir con una mujer se pone a salir con una de sus amigas, primero con timidez, luego con cierta intimidad creciente, pero siempre manteniendo el vínculo en secreto, para que la otra no se entere, hasta que un día vuelve a salir con la primera y la segunda se entera por la otra: a partir de entonces, mientras sale con una conversa con la otra. La escena ya está armada: las dos amigas hablan y una le dice a la otra lo que ésta sabe pero no puede decir. Una goza de ingenuidad, la otra sufre en silencio. El secreto está constituido, ahí está lo que el sujeto voyeurista acosa y mima. La escena no es de dos personajes, sino que incluye también la mirada, para la cual el amor ilusionado tiene un trasfondo oculto y oscuro. Ojos que no ven, corazón que no siente; por eso es preciso la curiosidad, que mata a la que quisiera arrancarse los ojos, vidente celosa de una escena que la excluye. El varón que goza de causar celos en las mujeres siempre es un poco perverso, por eso es ridículo como varón. A diferencia del exhibicionista, que muestra lo invisible, el voyeur hace ver, lleva la visión hasta su límite.

(*) Psicoanalista, doctor en Filosofía y doctor en Psicología (UBA). Coordina la Licenciatura en Filosofía de Uces. Autor de los libros: “Celos y envidia. Dos pasiones del ser hablante” y “Ya no hay hombres. Ensayos sobre la destitución masculina”.

¿Desde qué posición el celoso paranoide se queja de la endogamia de su mujer? Desde una en la que no puede ceder el protagonismo de ser amado, es decir, desde la más endogámica de todas las posiciones. Así es que le pide a ella que haga lo que nunca él haría.