Crónica política

Cuando la suerte que es grela

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Maquiavelo, el maestro del realismo, admite que la suerte, “diosa y señora del tiempo”, existe y que los hombres y los gobiernos deben saber que a las “rachas” de buena suerte le suceden las “rachas” de mala suerte.

Rogelio Alaniz

El gobierno nacional no está pasando por un buen momento. Mala suerte para sus autoridades, pero también mala suerte para nosotros. Se argumenta con una buena dosis de sentido común que todo gobierno tiene problemas y que todo gobierno alguna vez se equivoca. Es verdad, pero es una verdad a medias que corre el riesgo de arrastrarnos hacia la resignación o la impotencia, cuando no, a la coartada.

Sobre estas cuestiones las respuestas son muy sencillas aunque suenen a duras: si el gobierno tiene problemas, su responsabilidad es empezar a solucionarlos; si el gobierno se equivoca, su obligación es tratar de hacerlo lo menos posible.

Ni pesimismo ni optimismo

La actual situación política es tan complicada que hasta el gobierno la admite, una sinceridad que en la anterior gestión brilló por su ausencia porque “el relato” suele exigir un poder infalible que si alguna dificultad tiene sólo proviene de la perversidad de sus enemigos que son, como todo el mundo lo sabe, los odiados y siniestros enemigos del pueblo.

El gobierno admite que las cosas no están saliendo bien, que el optimismo y las buenas ondas versión manual de autoayuda son distracciones pasajeras y pueriles de muy breve duración y que algunas de las promesas centrales -no de su lejana campaña electoral, sino las de su discurso en el reciente acto de inauguración de las sesiones parlamentarias- no se han cumplido y, en algunos puntos, se ha retrocedido. Dicho al pasar y a modo de anécdota: ¿Qué necesidad tenía el presidente de decir: “Lo peor ya pasó”, enunciado que nadie le había pedido y que lo único que hacía, como efectivamente hizo, fue comprometerlo? Y gratis.

El pesimismo es el peor consejero de un jefe de Estado, pero el único competidor importante que tiene ese estado de ánimo se llama optimismo, un vicio que en política incluye la sospecha de que se le está mintiendo a la sociedad y, lo que puede ser peor aún para un jefe de Estado, mintiéndose a sí mismo. En todos los casos -y para no hacerla larga- optimismo y pesimismo son palabras que parecen decir mucho pero en realidad no dicen nada y lo poco que dicen está más cercano a la confusión que a la lucidez.

De la mala y la buena suerte

Un tema diferente es la “mala suerte”, es decir, aquellas cosas desfavorables que nos ocurren sin nuestra intervención. En política, los politólogos suelen subestimar este factor por considerar que no es “científico” o que es muy difícil evaluarlo. Por lo pronto, me conformo con saber que mensurable o no, controlable o no, la mala suerte, como el diablo, existe y a veces su influencia es más importante de lo que a nosotros, personas inteligentes y racionales, nos gustaría admitir.

La mala suerte existe en la vida privada y en la vida pública. Y la sabiduría de los hombres y de los gobiernos consiste en prevenirla hasta donde sea posible o reducirla a su mínima expresión. Y después esperar. Los religiosos rezando, los agnósticos cruzando los dedos. De todos modos, y admitiendo que con la mala suerte se puede hacer muchas cosas menos desconocerla, lo aconsejable -por lo menos Churchill lo aconseja- es actuar como si no existiera y, si es posible, desafiarla.

Al respecto no se debe perder de vista que la mala suerte tiene un rival temible que trabaja con sus mismas armas y que se llama “buena suerte”. Sobre ese tema Maquiavelo, para muchos el fundador de la política, le dedica un párrafo importante en el penúltimo capítulo de “El príncipe”. Lo que dice debe ser tomado con pinzas porque está escrito en el siglo XVI y alguna mujer tal vez pueda molestarse, pero a modo de disculpa hay que observar que Maquiavelo era hijo de su tiempo y pensaba y escribía atendiendo los juicios y prejuicios de su tiempo.

Pero lo que importa en este caso es referirnos a la importancia que el maestro florentino del realismo le daba a la suerte. Dice nuestro amigo: “Se concluye entonces que, como la suerte varía y los hombres se obstinan en proceder de un mismo modo, serán felices mientras vayan de acuerdo con la suerte e infelices cuando estén en desacuerdo con ella. Sin embargo, considero que es preferible ser impetuoso y no cauto, porque la suerte es mujer y... se deja dominar más por quienes la tratan con rigor que por quienes actúan con tibieza. Y, como es mujer, es amiga de los jóvenes, porque son menos prudentes, más fogosos y actúan con más audacia”.

Ay, ay, ay... con Maquiavelo, ¡si lo llegaran a agarrar las actuales militantes feministas! Pero vayamos a lo que importa. Maquiavelo, el maestro del realismo, admite que la suerte, “diosa y señora del tiempo”, existe y que los hombres y los gobiernos deben saber que a las “rachas” de buena suerte le suceden las “rachas” de mala suerte. Como el personaje de Bret Harte, Maquiavelo aconseja que a las rachas de mala suerte hay que saber aguantarlas con las cartas en la mano esperando que lleguen los buenos tiempos para aprovecharlos al máximo.

Pero al mismo tiempo, Maquiavelo se resiste a admitir que los hombres se dejen dominar pasivamente por el azar. La mala suerte existe, pero también existe la “virtud” de los hombres, esa “virtud” que en Maquiavelo es iniciativa, decisión, audacia porque siempre es preferible “hacer y arrepentirse que no hacer y arrepentirse”. Cuando escribía estas palabras, Maquiavelo pensaba en César Borgia. ¿En quién o en quiénes estamos pensado nosotros ahora? Una buena pregunta para hacerse, pero dejo la respuesta posible para mejor ocasión

El gobierno de Macri, según el sentido de sus propias palabras, ha tenido mala suerte en las últimas semanas: los precios del petróleo, las tasas de interés, la sequía. Y si efectivamente llamamos mala suerte a lo que nos perjudica sin que nosotros hayamos podido hacer nada para impedirlo, la pregunta que se impone es cómo salimos de la mala suerte. “Con audacia”, dice Maquiavelo; “¡... con los ojos abiertos!”, exclama Churchill para criticar a los políticos soñadores a los que les observa que no se puede hacer política con los ojos cerrados, la exigencia física de todo soñador.

¿Hay audacia en este gobierno? Tengo mis dudas. A veces, me parece que ejerce la audacia de un héroe y a veces me impresiona como un acongojado marido cornudo. ¿Sus ojos están abiertos, como lo recomienda Churchill? Espero que sí, sobre todo porque en este medio de transporte viajamos muchos y mal destino nos aguarda si el conductor se duerme o se distrae de lo que importa.

Ahora bien, ¿todos los males de este gobierno provienen de la mala suerte? Supongo que no. También están sus errores, sus torpezas. ¿Algo más? Varias cosas más. Le toco bailar con la más fea; le dejaron un país en ruinas, con el añadido de que esas ruinas no estaban declaradas como tales. Y debe convivir con una oposición que antes de asumir el poder le declaró la guerra. Y la expresión más representativa de esa declaración de hostilidades fue la empecinada y teatral negativa de la Señora de participar en la ceremonia del traspaso del poder, cosa que para sus seguidores quede claro que el gobierno que llegaba a la Casa Rosada carecía de legitimidad, y como tal debía ser tratado.

El miércoles pasado, ese excelente periodista que es Alfredo Leuco me entrevistó en su programa y una de las preguntas que me hizo fue sobre lo que pensaba de este gobierno. No recuerdo exactamente las palabras que dije, pero sí tengo presente que a modo de conclusión expresé que estábamos ante un gobierno “más o menos” que debe dirigir un país que también es “más o menos”. La traducción de este enunciado -que no es mío, pero del cual me hago cargo- sería que con Cambiemos en el poder estamos muy lejos del Paraíso que prometieron, pero también muy lejos del Infierno a donde nos quieren conducir los tenaces opositores a Macri, muchos de ellos fogoneros entusiastas de ese infierno. Y, sin caer en determinismos simplificadores y estériles, digamos que en sus errores y virtudes, el rostro de este gobierno no es muy diferente al rostro de una sociedad cuyas diversas dirigencias compiten ferozmente entre ellas por defender sus mezquinas y a veces enormes cuotas de poder.