Llegan cartas

Al Padre de la Educación argentina

MARGARITA GIORDANINO

margaritagiordanin @hotmail.com

¡Padre del aula! Aún me veo sentada en el primer banco del 4º grado con la Sra. Vilma C. de Lainatti -¡Feliz Día, Maestra Hermosa!-. Ella es lectora asidua, así que ya quiero entregarle mi gratitud en cariños... Y desde allí, Sarmiento nos miraba desde el retrato en sepia colgado en la pared del frente del aula ¡durante todo un año! Eran sus ojos tan hondos y tan anchos que parecían haberse guardado los higos y la entretejedura del telar de doña Paula, la luz quemante del zonda entre las piedras, los trigos rubios de la patria... Su boca, decidora de la palabra buena, gruesa y firme como un robusto algarrobo. En su cabeza blanca cabía todo nuestro bullicio. El agua que regaba las vides de San Juan hubo de asombrarse al pasar por sus manos llenas de intenciones. ¡Qué grande habrá sido verlo enseñar!, es que tanta debió ser la riqueza de sus gestos... Inconvencible y decente, bravo e inteligente, tozudo y corajudo, pero alucinado, leal, encandilado, obcecado, exaltado, fogoso y obstinado por la Educación, el progreso científico y cultural, la extensión de las comunicaciones, el impulso a la red ferroviaria y el fortalecimiento de los espacios físicos y sociales para construir ciudadanía. “Fue el cerebro más poderoso que haya producido América” -significó Carlos Pellegrini al despedirlo-.

Con el paso de los años supe que la circunspección y adustez de su imagen guardaba, celosamente, ideas visionarias. Es que su vida poblada de la integridad de acciones valerosas debía inspirar a quienes buscan el camino para lograr, en justicia y libertad, una nueva sociedad. Su mirada entre ese entrecejo arrugado y ceñudo es el arcón que atesora historias de un hombre único, claro, vivo, polémico, tan brillante como resistido, apasionado e intransigente indagándolo todo, hasta en el destierro. Aquí algunas: Cuando en 1827 las huestes federales de Facundo Quiroga invadieron gran parte de Cuyo, Dominguito, de 16 años, conoció al protagonista del que sería su libro: Facundo, manifestación célebre de nuestra literatura. En 1831, con sólo 20, debió partir hacia Chile por discentir con Rosas. Durante su proscripción fue escenógrafo, minero, mozo y periodista y también trabajó en una chacra cuyo dueño comentó: “Tengo un capataz que se pasa horas y horas leyendo en voz alta entre los árboles ¡mirá qué loco! Y si le pregunto qué lee, me responde que está estudiando para ser presidente de la Argentina”.

En 1856, como Inspector general de escuelas de Bs. As. logró que se elevara el presupuesto educativo de 20.000 $ a 70.000 $; en realidad había solicitado un mínimo de 200.000 $, sugerencia que fue ignorada porque la mayor parte del presupuesto nacional estaba destinada a gastos militares y pago de la deuda externa. Cumpliendo inexorablemente sus funciones de supervisar, llegó sorpresivamente a un colegio y comprobó que los alumnos eran buenos en matemáticas, historia y geografía, pero flojos en la gramática de la lengua, se lo hizo saber al maestro quien muy asombrado dijo: “No creo que sean tan importantes los signos de puntuación”. “¡Que no!, le daré un ejemplo...” -exclamó Sarmiento-. Tomó una tiza y escribió en el pizarrón: “El maestro dice, el inspector es un ignorante”. “Yo nunca diría eso de usted, señor” -replicó el maestro-. Entonces Sarmiento le dijo: “Pues yo sí... se lo digo”, tomó una tiza y cambiando de lugar las comas escribió en el pizarrón: “El maestro, dice el inspector, es un ignorante”.

En un debate, un parlamentario estanciero lo acusó de ser pobre y que si se lo ponía patas arriba no se le caería un solo peso, a lo que don Domingo respondió: “Puede ser, pero a usted lo pongan como lo pongan nunca se le caerá una idea inteligente. Estoy con la gente “decente” a cuyo número y corporación tengo el honor de pertenecer, salvo que no tengo estancias”.

En ocasión de discutirse en el Senado la aprobación del presupuesto para la construcción de un ferrocarril, los legisladores consideraron excesiva la suma de 800.000 $ fuertes y generosa la garantía ofrecida. “No he de morirme sin ver en este país empleados de ferrocarriles”, proclamaba- “¡No digo 800 mil sino 800 millones!”. Como los senadores comenzaron a reír sin parar, Sarmiento pidió que las risas constaran en acta “porque necesito que las generaciones venideras sepan que para ayudar al progreso del país he debido soportar esto. Sí, que consten... para que el día de mañana se sepa con qué clase de necios se ha lidiado” y lo decía sin reparar en riesgos que podrían conllevar.

Era 1888, y con 77 años y severos problemas respiratorios, se mudó al clima cálido del Paraguay. Desde allí le escribió, románticamente cautivo, a su amada Aurelia Vélez: “Venga aquí, venga que no sabe mi Bella Durmiente lo que se pierde de su Príncipe Encantado. Venga que juntaremos nuestros desencantos para ver sonreír la vida”. Aurelia viajó y lo acompañó hasta principios de septiembre... Y él muere el día 11 de ese mes.