Por Natalia Pandolfo. El viejo caminaba con lentitud, las manos cruzadas por detrás, la mirada perdida en alguna baldosa.
Natalia Pandolfo
El viejo hacía el asado y silbaba. Cada domingo, como un jilguero. Metía un tango y metía La Montanara o alguna otra canzonetta italiana, como quien dice: no soy de aquí ni soy de allá, o soy de aquí pero también de allá. El viejo había nacido acá pero se había criado allá y había olido de cerca el hedor de la guerra, y tenía un viejo que había estado ahí pero no hablaba: de eso su viejo no hablaba.
Ponía el fuego, ponía el grabador con casetera y dejaba rodar un par de canciones que lo hacían flotar entre los continentes, mientras la parrilla tomaba color. Y silbaba, siempre.
El viejo no lavaba los platos, ni cambiaba un pañal, ni cocinaba, ni sabía hacer marchar el lavarropas: era el hombre de la casa, el que cargaba los cajones y las damajuanas como mula, de a muchos, de a tantos como la espalda soportara. Era el encargado de enseñar la cátedra de machismo, fiel ejemplar de su época. Endurecido, encallecido, se sentaba por las noches a ver a Arturo Puig y a sus chancles y a veces se le escapaba una lágrima cuando la novela recurría al infalible golpe bajo.
El viejo se ponía las pantuflas y agarraba El Litoral tamaño sábana, y sus brazos parecían mástiles que podían contener sin inmutarse la anchura de las páginas. Ponía su mano abierta arriba de la mesa y recibía a esa otra mano pequeña como una almendra, y cerraba sus dedos y una sabía que allí estaba segura: que esa mano era una represa contra el río embravecido del mundo.
El viejo caminaba con lentitud, las manos cruzadas por detrás, la mirada perdida en alguna baldosa. A veces tarareaba una ranchera triste, “Me cansé de rogarle”, y de tanto repetirla la fue convirtiendo en su himno y entonces ya no pude escucharla sin lágrimas. Qué habrá estado pensando entre tantos silencios. Qué palabras habrán sido abortadas, qué recuerdos habrán moldeado el color de sus canas.
El viejo fumaba. Y al exhalar el humo en su rostro quedaba la expresión de un hombre bueno, manso. A veces, por las noches, salía al patio a fumar y a mirar las estrellas. Otras veces caminábamos juntos desde la parada del colectivo, cuando los horarios de la facultad imponían regresos tardíos: uno al lado del otro, el andar lento, sin palabras. Él fumaba; yo también, pero él nunca lo supo o hacía como que.
El viejo se tomaba sus vinos con sus amigos: sus amigos eran, también, hijos de aquella otra tierra. El viejo lloraba cada vez que hablaba por teléfono con los que quedaron del otro lado del mundo: se lamentaba como un chico al que le quitaron el juguete, porque no había consuelo para el bruto dolor del destierro.
Un día el viejo se fue a volar por todos los océanos y por todas las tierras y por todos los aires. A veces, en los alrededores del asador se alcanzan a percibir los ecos de su eterno silbido.
***
Hoy es el día de todos los viejos: los que andan volando por ahí, los que lo son sin serlo, los que tienen el título honorífico y los que ejercen, los que enseñan y los que castigan, los que están siempre en el campo de juego y los que aparecen para la foto, los que darían la vida por recibir esa bendición y los que la tienen y se la pierden, los que dan abrazos y los que dan cintazos, los que regalan una lágrima por cada nueva monería, los que hacen honor al título “reuniones de padres” y los que permanecen vírgenes de ellas a lo largo de los años, los que toman por primera vez en sus manos la carne de su carne y se sienten hombres con mayúsculas, y miran al cielo y dan gracias a la vida que les ha dado tanto, los que jamás se animarán a hacerlo, los que dan un empujón para ese paso que marcará un camino, los que acompañan, los que luchan porque los dejen ser, los que se arrodillan para estar a la altura a la hora de las risas, los que posan su mano en una enorme panza y se hacen más hombres con cada latir, los que dejan una huella tan profunda con cada uno de sus actos que si supieran, si supieran.