El actor transpira. Menos de diez grados y el actor transpira. Entregado a su rol, su humanidad eclipsada por el personaje que interpreta, alza las manos y hace su alocución, impecable. El silencio impera en la sala. La Marechal, o La 3068, o el Municipal, o cualquier otra.
Natalia Pandolfo
El actor transpira. Menos de diez grados y el actor transpira. Entregado a su rol, su humanidad eclipsada por el personaje que interpreta, alza las manos y hace su alocución, impecable. El silencio impera en la sala. La Marechal, o La 3068, o el Municipal, o cualquier otra.
Beethoven chilla desaforado desde el fondo de la cartera. Nadie lo atiende, todos lo ignoran. A él, nada menos. Espera un rato e insiste: nada. Es una fracción de segundo en la que todo se vuelve absurdo, gris, patético: desprovisto de cualquier magia.
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Una espectadora contiene la respiración: no quiere perderse nada. Dos actores trenzados, sus cuerpos unidos durante toda la obra, protagonizan un momento artístico bello por su poesía.
Y cae Mozart y rompe la magia y hace añicos el clima y todas las respiraciones se agitan, se incomodan, se interpelan. Uno carraspea y dos se miran, pero nadie mueve las manos. El clima acaba de quebrarse con la gracia de un jarrón antiguo en manos de un lactante.
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Composición tema: la escuela. Alumnado en el patio, abanderados y escoltas al frente, personal directivo sacando pecho, maestras amaestrando a sus alumnos para que la fila sea algo más o menos parecido a. Los acordes del Himno (las estrofas del Himno Nacional, como gustan decir en estos ámbitos) toman su primer vuelo y entonces los libres del mundo no responden: responde un papá con un hola bajito, la boca tapada, casi avergonzado.
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Dos actrices dejan su cuerpo en el escenario: ofrecen sus voces, sus energías, cada una de sus fibras, como en un altar. Hay una que cocina y otra que aprende y hay un cuadrado con cuchillas que penden sobre sus cabezas y hay un círculo de espectadores que están dejando allí sus sentidos también. El silencio puede tocarse. Cada tanto uno se anima a cambiar el sentido de sus piernas cruzadas o a echar a rodar algún suspiro inoportuno.
Y es entonces, en ese sublime instante de la comunión entre ambas partes, cuando estallan tonos que parecen cuchillos que desgarran el aire. Y la magia se desvanece, y la temporalidad vuelve a ser la del hoy aquí ahora, y la contingencia -las coordenadas para una cita, mamá que se olvidó de llamar hoy, un hijo que pide ayuda con una receta de cocina, un equivocado- deviene urgencia.
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Ricardo teje los hilos de su estrategia, ávido de poder. La trama se urde en el escenario y trae música y trae risas y también trae tragedia y sangre. Shakespeare, desde el más allá, desnuda con maestría las miserias del poder. Un Nokia C3, desde el más acá, irrumpe glorioso. Ricardo sigue, inmutable, que no lo han detenido las súplicas desesperadas de su madre y no va a venir a frenarlo un triste ringtone. Mozart sigue sonando, porfiado. Por un instante intuye que ha ganado la batalla. Sólo el talento de Ricardo logra, a duras penas, hacer callar los ecos de la infamia.
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“Antes de comenzar, les vamos a pedir dos favores. Uno, que por favor apaguen sus teléfonos celulares. Dos, que por favor apaguen sus teléfonos celulares”, dicen a la entrada, casi con las rodillas en el piso.
En medio del concierto suena un silbidito. Tierno, simpático. Un “eu, prestame atención”. Cómo no atenderlo. Si al fin y al cabo puede tratarse de algo urgente. El teléfono de al lado no suena, pero siembra la duda en el portador: ¿y si sonó y no lo había escuchado? Revisión obligatoria, right now. Que el clímax, claro está, es tan fácil de volver a construir como un gigantesco castillo de naipes.