Por Rogelio Alaniz
Rogelio Alaniz
Muchos años después de lo que se conoció como “la tragedia del Maracaná”, algunos periodistas locales se preguntaban por qué extraños motivos a los brasileños se les había ocurrido que a Uruguay le iban a ganar, como quien dice, de taquito. Para 1950, el equipo charrúa había conquistado dos copas olímpicas y ocho campeonatos sudamericanos. En el año previo, Uruguay y Brasil se habían enfrentado en partidos amistosos en tres ocasiones, Brasil había ganado dos partidos y los uruguayos uno, diferencia pequeña como para agrandarse tanto. Si además hubieran tenido en cuenta que al mundial de 1930 -el último en el que habían participado, porque estuvieron ausentes en 1934 y 1938- los uruguayos lo habían ganado de punta a punta, habrían advertido que no iban a tener enfrente a unos pataduras y, por lo tanto, se hubieran preocupado por tomar mayores recaudos y, sobre todo, no festejar por adelantado. El partido empezó a las tres de la tarde y sólo los once jugadores de Uruguay pueden contar lo que sintieron cuando salieron a la cancha y escucharon a una multitud vociferante alentar a sus rivales. La hinchada pedía ganar por goleada y todo estaba preparado para que así fuera. Sin embargo, los orientales se las arreglaron para resistir la ofensiva que venía de la cancha y de la tribuna. El primer tiempo terminó cero a cero, y en el descanso arreciaron los cánticos. El estadio pareció venirse abajo cuando a los dos minutos Friaca marcó el primer gol para Brasil. Era el primero e iba a ser el último, pero en ese momento todos supusieron que se iniciaba una goleada. Todos lo creyeron así, incluso los técnicos y directivos uruguayos cuyo máximo representante, el doctor Jacobo, les había dicho un rato antes de empezar el partido: “Traten de no comerse seis, con cuatro estamos cumplidos”. Prosiguió el partido y en los minutos siguientes Brasil estuvo a punto de anotar un par de goles. Fue allí cuando a Varela se le ocurrió tomar la pelota con la mano y hablar con el árbitro para discutir un “orsai”, plática que se extendió por más de cinco minutos. Nadie sabrá jamás qué habló Varela con Reader. Y no se sabrá nunca, porque -entre otras cosas- Varela no sabía inglés y Reader no hablaba español. Pero lo cierto es que el partido se detuvo durante cinco o seis minutos, tiempo que efectivamente era lo que quería el Negro Jefe para que sus propios compañeros digirieran el gol y se dispusieran a continuar jugando con la frente alta. Notable lo de Varela. Apenas sabía leer y escribir. De chico se había ganado la vida vendiendo diarios, lustrando zapatos y jugando al fútbol. Un perdedor, de acuerdo con los usos de la moral corriente en su tiempo. Un perdedor decidido a ganar en lo que importaba. Varela siempre tuvo prestancia y presencia. Fue pobre hasta el último día de su vida, pero nunca perdió la dignidad. Plata le faltó siempre, pero le sobraba calle, justamente lo que hacía falta para enfriar un partido en el que todos estaban esperando una paliza. Se propuso parar el partido y lo hizo. Y cuando se reanudó, la euforia había disminuido y Uruguay empezaba a animársele a un rival que era muy hábil pero no invencible. El gol del empate llegó a los 21 minutos. Su autor fue Juan Alberto Schiaffino. Un centro del puntero derecho Alcides Ghiggia y gol. El golpe impactó a todo Brasil, pero faltaba medio tiempo y, de última, Brasil era campeón del mundo con un empate. Y así continuó el partido hasta el minuto treinta y cuatro, cuando Varela le pasó la pelota a Ghiggia, el puntero avanzó por la línea derecha, superó al defensor Zidane e ingresó al área. Todo hacía pensar que lanzaría un centro para Schiaffino o para algún otro delantero. El primero que así lo pensó fue Moacir Barbosa, el arquero de Brasil, considerado el mejor del mundo hasta ese momento. Todo ocurrió en pocos segundos. Barbosa dio el fatídico mal paso hacia el medio del arco para interceptar el centro, pero a Ghiggia no se le ocurrió nada mejor que patear en dirección al hueco que se le abría entre el arquero y el poste. Barbosa voló para atajar la pelota que venía a ras del suelo. Algunos dicen que alcanzó a tocarla, pero Ghiggia dirá después que cuando el arquero voló la pelota ya estaba adentro. De pronto, un estadio desbordante y eufórico, enmudeció. Uno de los periodistas brasileños que transmitía el partido dijo que en ese momento se dio cuenta que debía dedicarse a otra cosa. Mientras tanto, todos los jugadores uruguayos felicitaban al autor del gol. Schiaffino le reprochó por no haber mandado el centro. La respuesta de Ghiggia fue muy breve: “A la pelota dejala donde está”. Muchos años después Ghiggia le dirá a un periodista: “Sólo tres personas en el mundo hicieron silenciar al Maracaná: el Papa Juan Pablo II, Frank Sinatra y yo”. Los últimos diez minutos del partido pasaron volando. A las 16.45 en punto el árbitro dio por finalizado el encuentro y a Brasil le tocó vivir lo que alguien calificó como la tragedia más grande de su historia. La leyenda habla de la multitud llorando, de escenas de histeria, de silencios sepulcrales y de algunos suicidios. La herida se resistirá a cicatrizar. Treinta años más tarde, el arquero Barbosa comentará cuando en un supermercado una mujer lo señale con el dedo y le diga a su hijo: “Ese hombre tiene la culpa de haber hecho llorar a todo Brasil”. Pobre Barbosa. De mejor arquero del mundo a villano de la película. En el mundial de 1994 intentó acercarse al vestuario de Brasil. Ya era un hombre con más de ochenta años que estaba de vuelta de todo, menos de la tragedia de 1950. No lo dejaron pasar. Lo consideraban mufa. Ese día Barbosa declaró indignado: “A los asesinos más bestiales nunca les dan más de treinta años de prisión, pero yo ya llevo cuarenta años de condena pagando por un crimen que nunca cometí”. Volvamos a 1950, a ese domingo de julio en el Maracaná. Jules Rimet le entregó la copa a Obdulio Varela, pero no hubo discursos, ni himnos, ni festejos. Los protagonistas ya no eran los jugadores de Uruguay sino las multitudes que salían del estadio en silencio y con los ojos llenos de lágrimas. Los jugadores uruguayos regresaron al hotel Paysandú donde estaban alojados. Un hotel modesto para un equipo modesto. Los directivos de la Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF) estaban algo avergonzados. Es que habían alentado la derrota y ahora los muchachos les traían la copa del mundo en la que nunca creyeron. Según Ghiggia, esa noche los jugadores hicieron una colecta, compraron unas pizzas y unos vinos, y festejaron en uno de los cuartos. Estaban todos menos Varela. El Negro Jefe no les perdonará a los directivos el no haberlos sostenido cuando las papas quemaban. Acompañado por el masajista Ernesto Figoli salió a la calle. No hay una versión única de esa excursión nocturna por los bares de un Río de Janeiro fantasmal y de luto. Algunos aseguran que estuvo tomando en diferentes bares, otros juran que se quedó en un bolichón ubicado en la esquina de la plaza San Salvador y que a la hora de pagar lo consumido pidió disculpas porque no tenía plata. Lo dejaron ir con la promesa de que en algún momento regresaría para saldar la deuda. Al otro día, a las once de la mañana, Varela regresó al bar y pagó. Él era así, de una sola pieza, hasta en los detalles. Pero las anécdotas no concluirán allí. El avión que conduciría a la delegación uruguaya a Montevideo estaba excedido de peso. Varela se paró, señaló a dos directivos de la AUF y les ordenó que se bajaran. Lo dijo una sola vez y le obedecieron. También arriba del avión Varela era el Negro Jefe. Cuando llegaron a Montevideo una multitud los esperaba. Todos preguntaron por Varela pero el Negro no estaba. Después se sabría que se había perdido en la noche disimulado bajo un piloto, un sombrero y unos lentes. Al otro día, la AUF le entregará 250 dólares y un reloj pulsera a cada jugador. Eso fue todo. Con esa plata, Varela hizo la entrega para comprar un auto usado modelo 1931. A la semana se lo habían robado.