Nicolás Sarkozy, ex presidente de Francia. Foto: Archivo El Litoral
Por Rogelio Alaniz
Nicolás Sarkozy, ex presidente de Francia. Foto: Archivo El Litoral
por Rogelio Alaniz
La detención indagatoria de Nicolás Sarkozy fue noticia política en Europa y probablemente en todo el mundo. Quince horas “demorado” en la Dirección Central de la Policía Judicial de Nanterre transformaron al aspirante a un nuevo período presidencial en Francia en el nuevo Berlusconi de la política francesa y en el paradigma del político que se vale de los beneficios del poder para conquistar posiciones personales y familiares. Sarkozy recuperó la libertad después de sus declaraciones, pero sus aspiraciones presidenciales para 2017 han quedado seriamente comprometidas. Las declaraciones de sus partidarios, responsabilizando al gobierno socialista de Hollande de una maniobra destinada a liquidar políticamente al ex presidente, no han logrado modificar la convicción en una amplia mayoría de la opinión pública de que Sarkozy no tiene ni las manos ni la conciencia limpias. Sarkozy es el primer presidente de la V República francesa en ser indagado por la Justicia, pero no es el primero en ser sospechado por episodios de corrupción. Francoise Mitterrand y Jacques Chirac atravesaron por situaciones parecidas. A Mitterrand su muerte lo “ayudó” a eludir la justicia, mientras que Chirac debió rendir cuentas, ya no como presidente sino como alcalde París. Sarkozy por lo tanto no está solo en materia de corrupción, como tampoco lo está ante una opinión pública que por buenas y malas razones asocia el oficio de políticos con negociados. La impugnación a políticos corruptos no incluye una impugnación a un sistema que entre sus méritos incluye la capacidad para poner en el banquillo de los acusados a los poderosos. Se podrá argumentar que no es lo más frecuente, pero ello más que negar al sistema republicano, lo interpela para perfeccionarse. Al respecto, nadie dijo que la lucha entre el poder y sus controles sería sencilla. No lo es, pero hasta la fecha no se conoce otro orden político capacitado moral e institucionalmente para librar una batalla cultural que constituye uno de los desafíos clave de la política desde tiempos inmemoriales. Los defensores de Sarkozy responsabilizan a los socialistas de lo ocurrido y no se privan de acusarlos de abrir las puertas a la dirigente ultraderechista Marine Le Pen. Según este punto de vista, Sarkozy es la última barrera para impedir el acceso del lepenismo al poder. El argumento pretende ser realista, pero resulta poco convincente. La izquierda, los socialistas e incluso una franja del electorado conservador no están dispuestos a darle un cheque en blanco al ex presidente, en nombre del miedo a Le Pen. Al respecto, todos recuerdan que durante su presidencia una de las respuestas a los avances de la extrema derecha fue la de aplicar algunas de sus recetas en materia de discriminación racial. Finalmente, un sistema republicano es tal en tanto y en cuanto incluya un mínimo piso ético, que Sarkozy por el momento pareciera estar muy lejos de satisfacer. Por su parte, los socialistas no olvidan que en circunstancias parecidas, los seguidores de Sarkozy no tuvieron piedad para linchar políticamente a Strauss Kahn, el entonces presidente del FMI y número puesto a ser presidente de Francia. Es más, los socialistas juran que el escándalo de Sofitel fue una cama tendida por los conservadores para sacar de la competencia a su mejor candidato. Anécdotas al margen, el episodio pone en debate la corrupción de la clase dirigente. Lo sucedido con Sarkozy no es diferente a las condenas contra Berlusconi en Italia o las indagatorias contra la hermana del actual rey de España y, muy en particular, su marido. Es verdad que las corruptelas de los políticos democráticos le permiten ganar espacios a los extremistas de derecha e izquierda, pero estas consecuencias no se resuelven mirando para el otro lado o consintiendo los vicios. La pregunta pertinente a hacerse en este caso es si resulta posible hacer política sin corromperse. Como lo demuestra la experiencia histórica, la extrema derecha no es más ética que los partidos de centro, pero se valen de estos renunciamientos morales para ganar legitimidad. Hitler y Mussolini fueron unos maestros en estos menesteres y a estas artimañas los Le Pen las conocen muy bien. Ya es sabido que la crítica “moral” suele ser uno de los caballitos de batalla de los extremismos, pero a la extrema derecha no se le gana cediéndole a ella las banderas de la moral, sino cumpliendo aquellos imperativos morales que la ilustración y la modernidad incluyeron en su programa. ¿Hasta dónde es culpable Nicolás Sarkozy? La Justicia tendrá la última palabra a este interrogante, pero más allá de los avatares de una imputación judicial, lo que importa destacar es que este dirigente encarnó mejor que nadie la imagen del político ligado al universo simbólico de la farándula y la exhibición del dinero. Sin ir más lejos, el mismo día en que fue electo presidente, organizó un crucero por el Mediterráneo con festejos multimillonarios. Imputado por la prensa, se defendió diciendo que los costos de la fiesta las pagó un empresario privado, argumento no muy diferente al empleado en estos pagos por Menem cuando le regalaron la célebre Ferrari. Una de las imputaciones judiciales contra el ex presidente argentino es la de haber aceptado financiamientos ilegales para su campaña electoral. ¿Alguien puede pensar que los empresarios que pagaron la fiesta en el Mediterráneo lo hicieron sin pedir nada a cambio? Las aspiraciones cesaristas de Sarkozy nunca fueron disimuladas, aunque lo único que no tuvo en cuenta al respecto es que un César además de serlo debe parecerlo, detalle que Sarkozy aplicó exactamente a la inversa. A sus aficiones con la farándula -casamiento con una diva incluido- le sumó sus tentaciones al nepotismo alentando la carrera política de uno de sus hijos o acomodando en cargos estratégicos y muy bien rentados a miembros de su familia. El estilo mediático del poder se desarrolló como nunca en la austera administración francesa. El candidato que prometió dar una respuesta a los excesos culturales del “Mayo francés” y aplicar con republicano equilibrio los mandatos del orden con los beneficios de la libertad, derivó en un político ambicioso amparado por el universo simbólico de la farándula. La pregunta a hacerse ante este testimonio, es si resulta inevitable que los políticos contemporáneos recurran a estos comportamientos. Las sociedades de masas, consumistas y habituadas a vivir en un presente permanente estimularían un estilo político cuyo fundamento central sería el recurso mediático en sus versiones banales. Hay abundantes argumentos que abonan esta hipótesis, pero convengamos que de verificarse esta tendencia, los días de la democracia representativa y republicana tal como los hemos conocido estarían contados. La otra excusa a la que recurren los defensores de Sarkozy está más cercana a un psicologismo de dudosa escuela que a una reflexión política racional. Se habla de la infancia atormentada de Sarkozy, de un padre aventurero y desalmado y de una adolescencia y juventud en la que predominaron las postergaciones, las burlas y las descalificaciones. “Lo que hizo lo que soy ahora fue la suma de todas las humillaciones sufridas en mi infancia”, declaró alguna vez, humillaciones a la que le suma su baja estatura, su condición de hijo de inmigrantes y hasta su filiación de judío sefaradí que nunca terminó de asimilar. Todo puede entenderse por este camino, incluso a Hitler, pero convengamos que ninguno de estos supuestos tormentos y postergaciones pueden justificar los vicios o excesos de un presidente de la Nación. Sarkozy no puede ni debe ignorar que un hombre está hecho de sus determinaciones de origen, pero también de su capacidad para elegir su propio destino. La resolución a estos dilemas nunca son sencillas, pero no hay libertad humana sin afrontar con rigor a estos imperativos de la vida. El problema de Sarkozy es que preocupado por responsabilizar al padre por su origen, no advierte que por un camino sinuoso y escarpado cada vez tiende a parecerse más a ese hombre a quien le atribuye la responsabilidad de todas sus debilidades.
Sarkozy recuperó la libertad después de sus declaraciones, pero sus aspiraciones presidenciales para 2017 han quedado seriamente comprometidas.