En la juguetería, cada producto tiene su cartelito: TV. De este modo pueden los padres correr tranquilos la carrera del consumo, en la que ellos son apenas unas momias invitadas, forradas de billetes y tarjetas de crédito.
Natalia Pandolfo
“No me molestes”, le dice la nena al espejo del baño de la escuela, que refleja el rostro afligido de la madre, que intenta peinarla para el acto. La respuesta es al proverbial mandato materno sacate el pelo de los ojos. La mujer hace un gesto de ay, qué cosa y sigue con su empresa, comedida, la espalda inclinada.
El pibe toma solamente la gaseosa de la felicidad. Papá y mamá saben que es veneno, pero quélevamosacer. Durante años, como quien emite un veredicto incontrastable, él repetirá la ceremonia y papá y mamá sonreirán con una mueca debilucha.
En la juguetería, cada producto tiene su cartelito: TV. De este modo pueden los padres correr tranquilos la carrera del consumo, en la que ellos son apenas unas momias invitadas, forradas de billetes y tarjetas de crédito.
No fue mejor todo tiempo pasado. Sólo que distinto, tan distinto. Venirse caminando de la escuela y tomar el mate cocido con la musiquita de Emilio Caso de fondo, y oler el apresto de la plancha de la vieja con su pila: a la izquierda arrugada, a la derecha lisa. Salir corriendo a la calle con la euforia de un preso que recupera la libertad y encontrarse con los de siempre a jugar a la pelota o a andar en patines por el asfalto lisito como esa pila, y sentir el aire acariciando las mejillas, lisas como la pila y como la calle.
Y era escuchar mil veces el mismo casete, el final de un tema encadenado en la memoria con el principio del siguiente, invariablemente. La danza terminaba cuando llegaba desde adentro el llamado a la ducha que las madres reproducían cual rito ancestral.
Hoy la calle ya no es territorio propio: en las ciudades, los autos y los robos han ganado la batalla. Mamá no está en casa planchando sino ocupando sus horas en tareas más gratas. A veces no está, directamente: anda como loca tratando de poner un par de congelados en la plancha para poder redimirse rápido de la rutina cotidiana. Papá corre tras las cuotas los créditos las obligaciones los pagos el auto nuevo la hipoteca.
El pibe de cierta clase social digita su mundo con un botón: Internet es Papá Noel, los Reyes Magos y el Ratón Pérez todos juntos. Sería impensable la subordinación de su deseo de escuchar música al orden de temas de un casete. La vida virtual regala una paleta tan grande de colores que enceguece. El único límite es el que pone el adulto cuando dice basta -si es que está y si es que considera necesario/tiene ganas de/está capacitado para/puede generar una alternativa al/ decir.
La web es la nueva calle por la que circulan los pibes, sólo que ahí no hay vecinas ni viejas ni tíos que miren, regulen, contengan, cuiden. El cartel de prohibido pasar está ahí, enorme como un elefante, pero muchos adultos no se dan cuenta -o hacen como que. Abandonados a su (buena) suerte, navegan a la deriva sin un faro que los guíe.
Por su culpa, por su culpa y por su gran culpa, los mayores van tallando sin quererlo, día tras día, como quien construye un muro que luego no podrá atravesar, la figura del tirano. La falta de tiempo se paga con la cabeza gacha. El terror a la rabieta se paga con un no doblegado antes de nacer. El pánico a atravesar un enojo se paga con el abandono: no hay nadie que se haga cargo de llevar el límite a buen puerto.
Unos aprendieron a ser sofocando sus ideas, reprimiendo deseos, subestimando sus palabras: ordenando las fichas del tablero en función del mandato de los grandes. Convertidos en adultos, convencidos de no repetir el esquema, inclinaron la balanza hacia el extremo opuesto. Muchos de los que hoy peinan piojos, están aprendiendo a ser sin mayores que establezcan un orden o un criterio: otra variable de la carencia. Van a la deriva, gozando de la nociva soledad del tirano.